Presionados por la desafección a la clase política que se respira de modo general en nuestra sociedad, andan los politólogos y constitucionalistas buscando recetas técnicas que ayuden a recomponer la relación mediante una mejora de la aproximación entre los representantes del pueblo y sus electores. El mal que se quiere combatir no es el Estado de partidos, sino su degeneración, la partitocracia, que secuestra en beneficio de la oligárquica o monocrática dirección partidaria el voto popular, reduciendo a los diputados a simples marionetas sin personalidad propia dentro y fuera de las asambleas parlamentarias.

En teoría, estas asambleas (el Congreso y el Senado, los Parlamentos autonómicos y los plenos de los Ayuntamientos) debieran suponer un reflejo exacto del electorado; algo así como una fotografía o, a lo sumo, una pintura realista. Para conseguirlo, la fórmula electoral o tipo de escrutinio tendría que ser estrictamente proporcional, de manera que todas las sensibilidades sociales se plasmaran fielmente en la composición de las Cámaras y de los plenarios municipales. A mayor representatividad -se piensa habitualmente-- mayor calidad de la democracia.

Sin embargo, no es la perfección representativa el único aspecto a tener en cuenta: un Parlamento absolutamente fotográfico sería también un Parlamento muy fragmentado, del que consiguientemente no podría salir un Gobierno estable, sustentado en una mayoría sólida; solidez, por cierto, que requiere una fuerte disciplina de partido. Por lo tanto, la fórmula electoral habrá de ser lo bastante menos proporcional como para favorecer la gobernabilidad: el cuadro dejará entonces de pintarse con ortodoxo estilo realista para introducir en la representación efectos distorsionantes y difuminadores de carácter impresionista.

Sucede, de otro lado, que el tipo de escrutinio tiene que operar sobre unas circunscripciones o distritos electorales cuyo tamaño y densidad demográfica resultan también determinantes de la mayor o menor exactitud representativa. La representatividad será más fiel en circunscripciones fuertemente plurinominales (con muchos escaños a cubrir) y altamente pobladas (como Madrid y Barcelona, que eligen 36 y 31 diputados, respectivamente) que en distritos pequeños. Estos son, empero, la inmensa mayoría en los comicios congresuales (35), al elegir a menos de 7 diputados, que es el número que se considera el mínimo necesario para obtener un reparto equilibrado en la conexión entre porcentaje de votos y porcentaje de escaños. Porque ésa es otra: las fórmulas electorales producen a menudo injustos efectos de sobre e infrarrepresentación, de manera que priman en exceso al partido ganador y penalizan a otras fuerzas políticas. Baste tener presente que el PP obtuvo en las últimas elecciones al Congreso el 41,89% de los votos y el 48,57% de los escaños (en cambio, IP 7,02/3,14 y UPyD 4,76/1,42). Reparar o suavizar tal injusticia -bien creando una circunscripción nacional única, bien ampliando a 400 el número de escaños o reduciendo a 1 el mínimo inicial de diputados por provincia para que aumenten los escaños de los distritos de mayor población, etc.- no está, lógicamente, en el horizonte previsible de los partidos dominantes.

Muy a menudo el foco descalificador de la opinión pública se proyecta sobre la manida cuestión de las listas cerradas y bloqueadas. Según se sostiene frecuentemente, si no hay posibilidad de crear, por el propio votante, una candidatura ideal integrada con candidatos de diversos partidos o, al menos, alterar el orden de los candidatos de una misma papeleta, la calidad de la democracia se resiente, rebajándose la ciudadanía a la firma, a través del sufragio, de un contrato de adhesión en nada diferente a los que suscribimos con las empresas de energía o comunicaciones. Pero me resulta inimaginable semejante alternativa al actual sistema de listas partidarias: no sólo sería técnicamente muy dificultosa (salvo que se diseñara un adecuado programa informático de votación electrónica) y exigiría altos niveles de cultura política en el electorado, sino que no acierto a ver cómo potenciaría la relación entre elegidos y electores, salvo en circunscripciones de pocos escaños. Y ni siquiera así, pues mi escepticismo lo propicia también el ejemplo de la elección de los senadores, que los ciudadanos, pudiendo optar por una combinación entre los candidatos de distintos partidos, votan atendiendo exclusivamente a sus siglas y no a sus nombres.

Establecer un estrecho lazo de unión entre los parlamentarios y el electorado sin por ello menguar la indispensable disciplina de partido únicamente sería factible, a mi juicio, a través de una fórmula electoral mayoritaria en circunscripciones uninominales. Hallándose en juego la provisión de un solo escaño por cada distrito, el vínculo entre el diputado y sus votantes constituiría un verdadero matrimonio electoral, renovable o no cada cuatro años. Los partidos habrían de seleccionar cuidadosamente a los respectivos candidatos, valorando sus cualidades en función de las características de la circunscripción y no meramente su fidelidad servil a la dirección partidaria. Los candidatos, en suma, deberían poseer una acusada personalidad propia, conocer a fondo su distrito y estar presentes en él todos los fines de semana de la legislatura para atender a sus electores, llevando sus inquietudes al seno del partido y de allí al Parlamento.

Ciertamente, este sistema no carece de consecuencias: aumenta los efectos de sobrerrepresentación, el bipartidismo y las mayorías absolutas. Tampoco se halla, desde luego, exento de inconvenientes (ocasionalmente puede llevar al poder a Gobiernos con mayoría en las Cámaras pero no en la totalidad del país) y requiere un diseño honesto de los distritos electorales por parte del legislador a fin de evitar despieces del territorio interesados, artificiosos y descaradamente favorables a un partido (el "gerrymandering" típico de los Estados Unidos). Pero, en cuanto al tema principal que nos ocupa, resuelve más eficazmente que la fórmula proporcional la vital y problemática conexión electores-diputados-partidos. Por supuesto, su implantación en las elecciones al Congreso requeriría la reforma de la Constitución. El Senado, en cambio, demanda otra solución: convertirse en la Cámara de las Comunidades Autónomas.