Cuando llamemos a nuestra compañía telefónica para una reclamación, la voz al otro lado no esconderá un acento norteafricano ni exhibirá uno caribeño sino que usará uno castellano, gallego, riojano... Aquellos acentos ultramarinos me recordaban lo alejada que estaba de mis problemas y necesidades la empresa contratada. Me ratificaba en que, cuanto más anuncia una empresa su servicio de atención al cliente más lo va a desatender, como cuanto más patrocinio ecológico hace una corporación, más contaminante es.

Hacer una reclamación doméstica en otro país situado en otro continente, con diferente huso horario y, en algunas palabras, diferente uso del español era tan absurdo en sí mismo que hacía dudar de la lógica de la reclamación. Lo peor venía cuando debías calificar a la persona que tantas veces te desatendió tan amablemente. ¿Por qué el robot nunca pregunta la opinión acerca del presidente de la compañía, un responsable que anda por los telediarios y las páginas salmón de los periódicos? Hubiera pagado una cantidad razonable por tener su número de teléfono directo, como él tenía el mío, para reclamarle al oído o para incordiarle en la vida, como hacía él cuando no me atendía debidamente o cuando mandaba a una chica de Honduras que me despertara para ofrecerme una oferta mejor para la compañía.

En la vuelta al mundo en 80 deslocalizaciones los salarios bajos ya han dado los 360 grados y los españoles ya tienen trabajos que no aceptan los de fuera, como se decía antes que había trabajos que tenían los de fuera porque no los aceptaban los españoles, aunque todos sabíamos que no era por asco al trabajo, sino al salario de mierda. Ahora el presidente de la empresa que nos atiende bien y cobra millones contrata a compatriotas sobradamente preparados (es decir, que les sobra preparación) por el minisalario de un miniempleo. ¿Alguien tiene su teléfono?