En la sobremesa de mi almuerzo de amiguetes de los miércoles se planteó el otro día una cuestión aparentemente inocente: ¿puede uno llegar a millonario siendo honrado? (aquí se sobreentiende que el millón ha de ser lógicamente de dólares o euros, pues en pesetas tal condición está al alcance del probo propietario de un insignificante utilitario).

Parece plausible que no sea el mundo de los negocios el ámbito más idóneo para practicar virtudes como la caridad o la templanza. Pero ciertamente, cuando uno oye hablar de hombres de negocios duros (o astutos, o hábiles u otros términos a priori elogiosos), no puede evitar plantearse este recurrente dilema moral. Cuando el armador Onassis amortizaba sus recién botados petroleros en tan sólo un par de viajes, se trataba sin duda de suerte y habilidad por su parte, al acertar la coyuntura de fletes astronómicos, con buques disponibles construidos con clarividente oportunidad.

Cuando F.R. se aprovechaba de las pasajeras dificultades de tesorería de su principal empresa competidora para plantarle una opa hostil y adquirirla por la mitad de su valor real, ¿no nos acercamos ya a los límites de lo decente, donde la oportunidad se está tiñendo del más sospechoso oportunismo?

Y cuando un aspirante a aguateniente canario adquiría pozos a bajo precio mediante la argucia de vaciar en ellos previamente y con nocturnidad un par de cubas de agua de mar, salinizándolos temporalmente y evitando así (cruel paradoja) que su precio de adquisición fuera tan salado, ¿no hemos pasado ya con creces el límite de la astucia para adentrarnos en el campo de lo criminal?

Habría que concluir por ello, que si por negocio nos ceñimos a su definición de actuación de la que se obtiene una ganancia, sería un trato cabal aquel que no perjudicara a ninguna de las partes sino que a ambas beneficiara. Pero me temo que con estos criterios tan rectos se paralizaría casi toda actividad mercantil. Y lo peor de todo es que tendríamos que suspender nuestra cuchipanda semanal, pues por pura coherencia no toleraríamos que el dueño del restaurante -que tanto nos quiere- nos siguiera clavando de mala manera, puntualmente, todos los miércoles.