Como suele ocurrir por Semana Santa, llueve. Llueve por todas partes y a todas horas, con una intensidad y una contumacia que tiene a la gente desmoralizada y con la impresión de que no va a parar nunca. O al menos hasta que no terminen estas cortas vacaciones que la crisis ha hecho todavía más escasas y disminuidas, como el sueldo, las pensiones y los rendimientos del ahorro. La lluvia cae de una forma inmisericorde, desde una masa oscura que se traga el horizonte y borra los contornos del paisaje. Llueve en el norte, llueve en el sur y llueve en todas las esquinas del mapa. Un amigo que vive en Málaga, me dice, con graciosa exageración andaluza, que allí "las ranas andan en taxi" para huir del aguacero. La lluvia en Semana Santa es un fastidio, sobre todo para las ciudades donde las procesiones son el plato fuerte del turismo. Con el agua cayendo no se pueden sacar las imágenes de los santos a la calle, buena parte de ellas auténticas obras de arte. Es una pena, porque la celebración gana mucho con el buen tiempo y permite recrear mejor lo que fue la pasión y muerte de Jesucristo en Palestina, una tierra escasa en lluvia. En los Evangelios no hay nada que nos permita asegurar que llovía cuando se reunió con los discípulos a tomar la ultima cena, cuando rezó en el huerto de Getsemaní, cuando lo prendieron, cuando lo juzgaron y cuando le dieron muerte en la cruz. Todo lo más que dice el texto sagrado es que cuando expiró se desató una gran tormenta seca. Muchos rayos y truenos estremeciendo el firmamento pero ni una gota de agua. La lluvia es el gran enemigo de la celebración pascual, mucho más que el ateísmo y la indiferencia religiosa. En la semana previa a los grandes desfiles procesionales, los presidentes de las cofradías se pasan los días consultando las previsiones meteorológicas. Y rezando a alguno de los muchos santos que tienen en nómina por si vienen mal dadas. En Segovia es donde tienen más seguro acertar porque ya es sabido que en la capital castellana hace siempre el mismo tiempo que diez días antes disfrutaron (o padecieron) en Nueva York. Nunca falla. Un conocido mío suele decir que hay una relación directa entre el número y la extensión territorial de las procesiones y la cantidad de lluvia recogida durante esos días. Me lo explica con mucha seriedad. "España, en buena parte de su geografía, es un país semiafricano y semidesértico. Llueve poco y padecemos grandes sequías. Acuérdate de aquella contumaz que quiso derribar el régimen franquista y de la que el dictador sacó la provechosa enseñanza de que debía construir una extensa red de pantanos y regadíos. Tanto construyó y tanto salió en el NO-DO de aquella gesta ingenieril que acabaron llamándole Paco el Rana. Además de eso, tenemos la costumbre, patrocinada por la Iglesia católica, de sacar los santos a la calle cuando la falta de lluvia se prolonga demasiado y se hace necesaria una ayuda celestial para corregirlo. Últimamente, con la recuperación del número de procesiones en muchas ciudades, sacamos a la calle más santos que nunca. Alguien, allá arriba, ha debido interpretar que necesitábamos más agua".