A mí estos artículos se me hacen largos (y hasta dubitativos) los días en que una mayoría social retoza en la playa y una minoría sigue con fervor y esperanza los pasos de Semana Santa: ¿qué mundo es el ideal? Necesito una dosis. Acaba de salir una recopilación en Turner de las cartas entre Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán, que mantuvieron una especie de idilio o un no sé qué donde, a tenor de la prosa, el máximo calentón quedó en un "miquiño mío" de ella a él. Una curiosidad morbosa del epistolario es que las más de 90 cartas son de la dueña del Pazo de Meirás y sólo una del novelista grancanario. O alguien aplicó el derecho al olvido por su cuenta con una destrucción metódica del testimonio, o bien están en paradero desconocido. También se me ocurre pensar que la autora aspirase a romper el punto Bogart del XIX del mejor conocedor de la calles de Madrid, y que él ni se inmutase. Esta sequedad postal de Galdós debe tener algún tipo de explicación para la posteridad.

En cuanto a la Semana Santa, con noches de Encuentros y oscuridades barrocas, aprovecho el oreo de estas misivas correctamente ardientes para recordar el ecosistema de la obra galdosiana, muy larga en entresacar la influencia de lo religioso (y por derivación de lo fanático) en el atraso científico (y mucho más) de España. En los años 50 del enquistamiento franquista era un exceso subjetivo tener en casa las Obras Completas de Galdós, editadas en papel cebolla y encuadernadas en una aparente imitación de piel. Tener a mano los gruesos tomos suponía adentrarse en el trasfondo ideológico del nacionalcatolicismo, en su caldo de cultivo. Un mensaje fumigado con extrema pasión por el poder civil y religioso, que en Canarias añadió a la receta del ocultamiento una campaña sobre la supuesta anticanariedad del autor de Los Episodios Nacionales. Hicieron correr la especie de que el creador de Fortunata y Jacinta había hecho el gesto de limpiarse los zapatos de polvo para desligarse de su condición de insular.

Su defensa acérrima de la modernización del país le llevó a llenar sus personajes literarios de dudas y confrontaciones, una estrategia con la que trató de demostrar (y el tiempo le dio la razón) lo dañino que era para el progreso la fusión entre las creencias y la política. La catedrática Yolanda Arencibia habla en sus investigaciones de la "hoguera pildaniana", para referirse a la obsesión del obispo Antonio Pildain y Zapiain, que desde la Diócesis de Canarias se entregó con denuedo a la obsesión de anatematizar a Galdós y a Unamuno, dúo diabólico, a su parecer censor, contra el clericalismo. El personaje eclesiástico, siempre dispuesto a ser ponderado por los defensores de la desmemoria, acometió en 1930 una campaña (que no convenció) para frenar la inauguración de la escultura de Victorio Macho del autor de Doña Perfecta en la explanada del desaparecido Muelle de Las Palmas. En 1964, con motivo de la apertura de la Casa-Museo Pérez Galdós, la atormentada visión de Pildain alcanzó de lleno al filósofo Julian Marías, al que intentó hacerle la marrana con un boicoteo que tramó con el envío de 20 cartas a sendos prebostes del Régimen (por supuesto que con el Generalísimo incluido) con la petición de impedir tal holocausto. Su pulsión antigaldosiana, digna de un tratado, incluyó al Museo Canario (por acoger en su tribuna al padre de Javier Marías), la condena para las autoridades civiles que visitasen la nueva institución cultural y la solicitud estrambótica a los párrocos de la quema pública de sus obras. Este Savonarola local no consiguió su propósito, aunque creo sustrato para el fracaso (pegas y más pegas) de la Cátedra Galdós.

Un desagravio (también criticado pues no era gasto de Carnaval) fue la iniciativa de Jerónimo Saavedra de llevar Electra al teatro que lleva su nombre, en versión de Paco Nieva. Allí, en un ritual único, se pudo revivir la conmoción que provocó en 1901 este texto que reivindica al amor, a la mujer individual, frente a la intransigencia religiosa. Inolvidable Antonio Valero en el papel de Pantoja, recalcitrante arrepentido que consume a la joven Electra con su deseo de que ingrese en un convento, con tal de alejarla de Máximo, el ingeniero que representa la cultura y el progreso. Galdós, igual que con estas cartas a Pardo Bazán (o más bien de ella a él), derramó por cada una de las juntas del viejo coliseo capitalino su sociedad ideal.