La imputación de la infanta Cristina de Borbón y Grecia, hija de los Reyes de España, por "colaboración necesaria" en el caso judicial que afecta a su marido Iñaki Urdangarin -imputado a su vez por su actividad ilegal a través de la empresa Nóos-, es el hecho más delicado y grave al que se enfrenta la Monarquía en España, desde su restauración. Es la primera vez que ocurre un hecho así en la histórica monarquía española, pero también es la primera vez en que el Rey anunció a final de 2011 que "la justicia es igual para todos", pues "España es un Estado de Derecho".

Se da la circunstancia de que el pasado jueves, el Príncipe Felipe presidió la entrega de despachos a nuevos jueces y fiscales en Barcelona y dijo que el juez debe ejercitar la "prudencia y la fortaleza" en el ejercicio de su cargo. Paralelamente el ministro de Asuntos Exteriores, García Margallo, manifestó la "enorme preocupación del Gobierno" por este caso y pidió que se "sustanciara con rapidez" por el daño que hace a España en el exterior.

Ciertamente que una imputación no significa que la hija del Rey sea culpable de los 14 casos que cita el juez de Instrucción de Palma de Mallorca, José Castro, pues para el sistema judicial español toda persona es inocente hasta que una sentencia firme demuestre lo contrario. Una imputación significa que existen indicios razonables de culpabilidad que declara el juez instructor, pero la culpabilidad o inocencia hay que demostrarla en el juicio oral, de donde sale la sentencia condenatoria o exculpatoria.

Pero esto son palabras. El caso es que si un político es imputado por un juez instructor, la opinión pública lo hace en realidad culpable. Es el caso de la infanta Cristina; durante la instrucción o investigación del caso Nóos, los hechos han salpicado hasta hoy a los más altos cargos del establishment de la Corona, como el secretario de las infantas -que era tesorero de Nóos-, Carlos García Revenga, y la amiga del Rey, la princesa Corinna zu Sayn-Wittgenstein.

La gravedad de la imputación de la infanta Cristina no es la imputación en sí misma, sino que ha sido imputada tras dos años de instrucción del caso Nóos, y cuando en la opinión pública española se veía que la infanta Cristina quedaba al margen de cualquier imputación, dado que en un principio el juez Castro renunció a tal imputación, al igual que la Fiscalía Anticorrupción. Ahora es esta Fiscalía la que ha recurrido el auto del juez que imputa a la Infanta. Pero ahora también, pase lo que pase en el juicio, la opinión pública ha condenado ya, en el tribunal de papel, a la Infanta y tal vez con ella a la Casa Real.

El sistema judicial español funciona de modo que en la práctica, y para las personas públicas, quien moralmente decide la "culpabilidad" son los jueces de Instrucción, que no tienen ninguna competencia para emitir sentencias, pero sí de tomar medidas cautelares para los implicados en el caso, como son la "inculpación" y la cárcel preventiva. En España solo un 25 por ciento de los inculpados acaban siendo culpables de alguno de los delitos de los que se les acusa en la instrucción del proceso penal.

En España la imputación de la infanta Cristina pone al centro del debate la institución monárquica como forma de gobierno regulada por la Constitución de 1979. Cuando la corrupción tan extendida entre la clase política alcanza a la Jefatura del Estado, en el caso de la Monarquía, que se fundamenta en una familia, no afecta solo al Rey, sino a toda la familia.

En el caso de España, la situación de la Familia Real es más compleja porque no se ha desarrollado la Constitución, en cuyo artículo 57 establece que deberá aprobarse una ley orgánica para regular la abdicación del Rey o renuncias de la Familia Real. Esta falta de regulación hace que no esté prevista la abdicación del Rey, ni el necesario aforamiento del Príncipe heredero. En España son aforados todos los diputados y senadores de las Cortes Generales y todos los diputados y miembros de los gobiernos autonómicos, pero no el heredero de la Corona.

La degradación de la imagen de la monarquía española en los últimos tiempos ha venido no solo por las deslealtades del Rey con relación a su esposa, la Reina Sofía, que vive ninguneada en Londres y solo aparece en actos oficiales y con sus hijos y nietos, a los que cuida y quiere. No solo por la cacería de elefantes en África por la que el Rey tuvo que pedir perdón en público a los españoles. Y no solo por la herencia del Rey de cerca de 350 millones de pesetas (unos dos millones de euros) procedentes de su padre y que siguen en Suiza.

La degradación de la imagen de la monarquía en España es porque desde el inicio de la restauración con Juan Carlos, la Familia Real era considerada una familia cristiana unida y bastante ejemplar en sus comportamientos, en sus actividades, en el cumplimiento de sus deberes familiares y en el buen hacer político del Rey, que se ganó a pulso el aplauso y cariño del pueblo español, cuando, con gran olfato político y sentido de Estado, dirigió la Transición política llevando a España de la dictadura de Franco a la democracia.

Son los valores familiares y políticos vividos en la coherencia de una familia cristiana normal española los que distinguían a la Familia Real. La pérdida de los valores antes citados ha contribuido mucho a la decadencia del prestigio que debe tener una familia real para su pueblo. También han contribuido a esa merma de prestigio las distintas bodas de los hijos de los reyes Juan Carlos y Sofía con personas sin formación suficiente para formar parte de una familia que ostenta la Corona de España. Faltaba la imputación por presunta colaboración necesaria en un caso de corrupción de un miembro de la Familia Real, de la infanta Cristina, para incrementar este desprestigio.

(*) Periodista y profesor universitario