Uno de los relatos más hermosos de Las mil y una noches se titula La prodigiosa historia de la ciudad de latón. Desconozco si forma parte del corpus original del libro o si, por el contrario, fue un añadido posterior de los primeros traductores europeos, ya sea del francés Antoine Galland o del capitán Richard Burton. El cuento narra la espectral soledad de una ciudad rodeada de desiertos, altas murallas y habitada por el silencio de los muertos.

En el escudo que preside la puerta de entrada se habla de las mujeres, los niños, el comercio, las joyas, la belleza de antaño frente al polvo de hoy. ¿Qué le ha sucedido a esta misteriosa ciudad? ¿Se trata del olvido que, siglo a siglo, deshilacha cualquier rastro de la memoria? ¿Representa, tal vez, el sin sentido de una vida abocada al eclipse definitivo? Borges y Jünger realizaron esta interpretación metafísica del relato: la muerte, el silencio y el olvido como la consecuencia natural de la existencia.

Y a su vez el desastre como destino definitivo de la civilización. Pero cabe preguntarse si esto es realmente así: ¿hacia dónde se dirigen nuestros esfuerzos? ¿Por qué desaparecen las naciones? ¿La decadencia constituye el epitafio final de las culturas? Keynes ya afirmó que a largo plazo todos acabamos muertos.

El caso de la ciudad de latón resulta, sin embargo, de una rara actualidad. Por un lado, asistimos a una gigantesca transferencia de riqueza que ha puesto en jaque los cimientos de Occidente. Por otro, el crash demográfico dificulta los necesarios procesos de adaptación a un mundo cambiante que ha extendido sus fronteras a todo el planeta.

Finalmente, vivimos en un estado de persistente pánico global a la espera del próximo anuncio del Apocalipsis: de una pandemia mortífera a la quiebra del sistema financiero o un atentado nuclear. Hace tiempo que cualquier relato de ciencia-ficción responde forzosamente al paradigma de la distopía, un paraíso negativizado.

De todos modos, sospecho que la historia de la ciudad de latón nos plantea un caso distinto. Rodeado por las arenas infinitas del desierto, la metáfora del cuento nos habla del poder destructor de la erosión.

¿No es esto lo que nos ocurre también a nosotros? Los ciclos de auge y caída, esto es, de formación de burbujas con su consiguiente estallido, no resultan en absoluto ajenos al discurrir del capitalismo, pero no creo que sea este el escenario actual. O, al menos, no del todo.

Se ha hablado de una profunda crisis de las estructuras productivas frente al peligro de una lectura coyuntural, así que seguramente sea más adecuado referirnos a la erosión.

A lo largo de las últimas décadas la sociedad ha ido devorando su base industrial, cubriéndola con capas y capas de endeudamiento. El apalancamiento nos permitía mantener un nivel de vida artificial, alejado de la realidad: se ahorraba poco, se producía poco, el consumismo imponía sus normas, nada resultaba suficiente. Año tras año se incrementa el número de parados, el salario real de los trabajadores disminuye, el valor de los activos cae, el pulso vital de la ciudad se detiene.

Sencillamente nos empobrecemos de una forma lenta, pero continua. La erosión apunta también hacia un debilitamiento moral. Y eso me recuerda a la ciudad de latón y al desierto que la rodeaba.