Enrique Moradiellos escribía hace unos días sobre el vigésimo aniversario de la muerte de don Juan, heredero de la Corona que sucumbe bajo el manto de la mala suerte, y recordaba que en su haber en servicio de España había que apuntar la idea de poner a su hijo (enviado para ser educado como sucesor o no) bajo la protección de Franco. La pirula le salió bien al descendiente de Alfonso XIII, si bien ello supuso para la Corona tragar con la quinina de la aceptación de la legitimidad de un régimen proveniente de un golpe de Estado, de una sangrienta guerra civil y de una represión que marcaría a generaciones. Al conspirador de Estoril le costó, además, la renuncia de sus derechos dinásticos en favor de Juan Carlos I, opción intransferible a la vista de los únicos deseos del dictador: ya dice Moradiellos que Franco siempre tuvo en el horizonte de su galimatías una monarquía, pero no una cualquiera, sino una moldeada a su gusto y templanza. A esta alturas de la enciclopedia, no creo que nadie ponga en tela de juicio la oportunidad de estos gestos de don Juan, maquinados y cocinados bajo la presión de la familias del régimen y sobre todo bajo el maquiavelismo cañí del caudillo, que le dio al capítulo de su sucesión todo los aditamentos de una secuencia de Hitchcock, o al menos así lo vivieron la mayoría de los españoles.

Treinta y seis años después de la renuncia juanista a favor de su hijo se habla ahora de la necesaria abdicación de Juan Carlos I a favor de su heredero, Felipe, al que se le requiere (en tendencia mediática) que haga un escrache respetuoso ante su padre, cuya pésima valoración social podría poner en peligro la estabilidad de la institución. ¿Es un clamor o sólo una pincelada más en la insoportable atmósfera de la crisis? Sea una cosa u otra, no deja de ser preocupante que la torpe fontanería de la Zarzuela emita signos de naufragio ante su impotencia (e incompetencia) para afrontar el catéter judicial del juez Castro, ya en las arterias de la infanta Cristina visto que hay bypass con Urdangarin. Pero no es el único frente: en los noventa, el filósofo Julián Marías ya decía en una entrevista en las escaleras de la Casa de Colón que en el destino del revival de la monarquía española estaba escrito el soportar, de ciclo en ciclo, campañas con bombardeos más o menos calibrados a sus cimientos. De hecho, cada vez que Diego Torres desempolva el disco duro de su ordenador cantan las sirenas de los radicales (van de una punta a otra), ya sea en formato antisistema o con preguntas a la mesa del Parlamento que pretenden, a bote pronto, saber hasta sobre la factura de cabaret de una noche de Alfonso XII. Sarcasmos aparte, lo cierto es que al circo siempre le cabe algún enano más en plantilla: por ejemplo, el interés de los republicanos del hemiciclo por conocer qué impuestos pagó la herencia depositada en Suiza y que recibió el Rey de su padre. Estas maldades piadosas (y otras que están por venir) cogen a Juan Carlos I con el esqueleto hecho una papilla, y sumido en el intento de apartar de la orilla de su reinado, con la punta de la muleta, el fantasma de una hija empapelada por vía marital. Junto a este epicentro tan rotundo, en desordenada caterva, una rumorología mezquina sobre cómo es la vida matrimonial del monarca, unas filtraciones amarillas sobre peleas familiares, el papel de la empresaria alemana Corinna en el tinglado, supuestos excesos poco diplomáticos de la princesa Letizia... Hay para todos los gustos y sabores, con esas obsesiones históricas que marcan hitos y desarreglos en la coronas europeas. Muy recomendable a efectos de hurgar en ello la biografía de la desdichada, frívola y conmovedora (todo junto) María Antonieta, escrita por Stefan Zweig.

Pero volvamos a un escrache (con permiso del importunado Esteban González Pons) de Palacio, donde el Príncipe heredero, tras evaluar los barómetros, confirma que su padre no ha podido recuperarse del desgaste de la cacería de Botsuana. Y observa, además, que no sólo hay un maltrecho indice de aceptación, sino que él empieza a subir y a ser considerado una alternativa frente al fracaso de la fontanería (mitad senil, mitad irreciclable) que habita en Zarzuela. Y considera, entonces, que desde el amor filial (por ahí se empieza siempre...) debe pedirle a su padre que abdique. Y es probable, y así sucede, que un grupo de reflexión (nada de conspiradores, ni mucho menos) cercano al heredero analice la sustancia mantecosa del artículo 57 de la Constitución dedicado a la sucesión en la Corona: "La abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica", dice la tenebrosa prosa que pilotaría un gesto tan íntimo entre Rey y Príncipe, lejos de vanidades personales y focalizado en el pragmatismo.

El desapego que marcan las encuestas forma parte del rutómetro del cambio generacional, con adolescentes que no tienen una referencia vital sobre la influencia de la Transición o sobre el papel de Juan Carlos I en la desarticulación de 23-F. Estos hechos históricos y otros han sido los grandes aliados de la monarquía española, a la que tampoco se le tuvo en cuenta su origen a partir de una legitimidad dictatorial. La autocensura, el aislamiento frente a los controles democráticos y la falta de acceso a sus gastos forman parte de la señas de identidad de un largo periodo monárquico regido por la simpatía, la confianza mutua, el agradecimiento, los servicios prestados, su aportación a la paz social, su sentido para ser ecuánime, su capacidad para el arbitraje... Todo ello ha saltado por los aires con una crisis económica donde sus afectados, en revancha, miran con repugnancia el arraigo de la sórdida corrupción en Zarzuela, personificada en un yerno de largo recorrido. El tsunami aconseja astucia y ambición para el príncipe Felipe, al que parece haberle tocado el momento: recogería el respeto que aun, pese a las circunstancias, se le profesa a su padre, y el gesto sería el de mayor altura, el de mayor significación, para afrontar el descrédito. Juan Carlos I, al salir de la clínica, agotó el recurso del perdón ("Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir"), y ahora sólo le queda proceder a la entrega de poderes.