Cerca del 60 por 100 de los jóvenes españoles no tiene trabajo ni perspectivas de conseguirlo. El porcentaje no es tan dramático en otros países "débiles" de la UE, pero también se mueve a ritmo creciente.

Ante el estancamiento o la ya tangible segunda recesión europea, incluso los "fuertes" empiezan a preocuparse por los que llegan a la edad activa y la sobrepasan sin ejercerla. Las prórrogas de la edad de jubilación y la exigencia de unos mínimos exagerados de vida productiva para optar a pensiones no famélicas, obstruye el necesario relevo y dilapida la fuerza de trabajo de una o varias generaciones, para más inri mejor formadas que las precedentes.

Pero, ¿quién escucha a los jóvenes? Sus foros no trascienden al primer nivel de las preocupaciones sociales, políticas y económicas porque parecen financiados para el debate solipsista. Si repasamos los entes y organizaciones mundiales que "cortan el bacalao", ninguno es específicamente joven.

Y mucho menos si reúnen a los bloqueados a las puertas del trabajo, que, simplemente, no son prioritarios aunque lo gobiernos juren otra cosa.

Es muy duro que la única expresión juvenil que llega efectivamente a la comunicación social sea la de los megáfonos en las manifestaciones callejeras. Ese derecho, reconocido a regañadientes y condicionado de mil maneras, sufre una sibilina intoxicación que lo falsea como subversivo, inquieta a las generaciones adultas y pierde en la duda la mayor parte de su energía.

La calle es de todos, y a veces no se discierne honestamente entre los manifestantes legítimamente reivindicativos y los antisistema.

Los jóvenes deben tomar institucionalmente la palabra en las condiciones debidas a su protagonismo en la vida común y con los avales de respeto activo que merece su pensamiento en el mundo que heredan.

La Unión Europea está obligada a establecer un consejo permanente de la juventud, organizado pluralmente sobre esquemas y condiciones de los propios jóvenes y asentado en plenas garantías de influencia sobre los organismos políticos, económicos y sociales.

La unidad europea funciona muy mal orillando los acuerdos de su propio parlamento y restringiendo las decisiones a un club de líderes que tendrían que ser genios -y no lo son, obviamente- para acertar en algún frente de conflicto.

La voz de los jóvenes suele ser la de adultos que dicen representarlos, porque sus foros carecen de fuerza vinculante. Y esto tiene que acabar, porque la jerarquía establecida es impotente para entender sus problemas y aún menos las soluciones que proclaman.

Las ideas de los jóvenes son más creativas y transformadoras que las de nadie. Y más solidarias. Que hablen ya y sean escuchados prácticamente por el poder adulto, antes del desastre final.