La relación de los norteamericanos con la violencia es, por lo menos, extraña. El país ha experimentado un shock paralizante de enormes dimensiones con el criminal atentado de la maratón en la ciudad de Boston, que ha dejado tres muertos y numerosos heridos, pero en cambio se muestra insensible hacia los muertos que, a veces en racimos de cinco, diez o veinte, van dejando los psicópatas con acceso directo a cualquier arma de guerra.

Tal insensibilidad ha llegado a que hace unas semanas el Senado estadounidense rechazara la aprobación de una ley que, sin prohibir ni limitar la venta de armas que disparan seiscientas o setecientas balas por minuto, autorizaba a que el tendero de turno consultara si el comprador tenía antecedentes penales antes de entregarle la ferretería con todo tipo de aparejos y municiones.

Visto lo cual, lo más sensato es compadecer a los muertos, condenar a los que matan, mantenerse a distancia y no intentar entender a pueblo tan raro.