Si no lo han acordado ya, parece posible lo que llamamos pacto de Estado para levantar el país de la situación desesperada en la que cae sin ver fondo. Lo exigen y esperan todos los estamentos políticos, económicos y sociales, así como los medios de comunicación. El impulso del Rey ha de ser eficaz para romper esa ola enorme, que no puede seguir creciendo estérilmente sin provocar tsunami. No tiene un pase la imagen de los dos grandes partidos, ya menos grandes, jugando al palo y la zanahoria o al yo quiero pero tú no. La deducción biempensante es que el PSOE desee agotar la exposición pública de las medidas y recetas que llevará a la mesa de negociación antes de sentarse a una mesa unilateralmente ocupada por las fórmulas del PP. O sea, que el deseable pacto habrá de moverse entre dos análisis y dos paquetes de hipotéticas soluciones, no uno solo. Es lo justo. Las aportaciones de los partidos minoritarios y de los agentes sociales, fundamentales para un acuerdo sólido, transformador y duradero, como fueron los pactos de la Moncloa y de Toledo, han de encontrar abiertos a los dos interlocutores principales para asimilar contribuciones enriquecedoras. Pero es obvio que lo más urgente, lo que ya reviste una importancia vital, es que PP y PSOE depongan tanteos y se sienten a dialogar con luz y taquígrafos.

Da la impresión de que estos dos interlocutores no han calculado bien los tiempos y se mueven empujados por la emergencia. El crecimiento de la cuota de desempleo denota una agilidad bastante mayor. Los reajustes del objetivo del déficit tampoco nacen del consenso. Entre otras propuestas dignas de estudio, los socialistas han lanzado la idea de detener los despidos durante tres años, aplicando para ello una parte del total concedido por la UE al rescate bancario español, que no ha sido necesario aplicar a ese objetivo. Quizás tengan en cartera otras propuestas de parecido velamen, pero ya no hay tiempo para la política del cuentagotas ni los tests de asimilación social de una receta antes de lanzar la siguiente.

La fatiga de la austeridad, reconocida por Van Rompuy y otros líderes en la Conferencia de Estoril de este fin de semana, es una constatación tardía pero vale más que nada. Esa fatiga, como la de los materiales, puede arruinar las estructuras, en este caso las de la convivencia democrática, como se teme en la mayoría de los países europeos con problemas. Es como si hubieran tensado la cuerda de los recortes hasta el extremo de la ruptura, lo que no deja de ser tremendo, en términos humanísticos, para quienes lo sufren. La irresistible caída de Hollande en Francia, acosado por la derecha y la izquierda, el "pastiche del bunga bunga" que es el nuevo gobierno italiano según Grillo, las insensatas apelaciones a más recortes, como las de Esperanza Pseudothatcher, y la aparente soledad de Rajoy en la arena europea, son algo más que fatiga. En todas ellas suena el estruendo de fondo del tsunami.