Leyendo y escuchando los repetitivos mensajes de los miembros del Gobierno español para convencer a la ciudadanía del buen rumbo de sus políticas, parece que hemos pasado de una solicitud para tener fe en ellos en el sentido más religioso del término (el de creer sin ver o el de creer incluso lo contrario delo que dicta la razón) a otra que apela simplemente a nuestra paciencia, a que seamos estoicos al estilo del término de la Real Academia de la Lengua (es decir, fuertes y ecuánimes ante la desgracia). En cualquier caso, después de la catarata de recortes y del aluvión de pésimas noticias económicas que nos asolan, me cuesta diferenciar si nos hallamos ante un ejercicio de fortaleza frente a la adversidad o ante una manifestación de masoquismo puro y duro.

Y es que en los últimos días hemos asistido a una avalancha de datos desesperanzadores. Las cifras del paro se transforman mes a mes de record histórico en record insultante. Los derechos sociales y los importantes logros asociados al Estado del Bienestar se mueven del varapalo doloroso al varapalo indignante. Ante semejante panorama, los representantes de las distintas formaciones insisten en echarse la culpa unos a otros. El Partido Popular apela a la herencia recibida del Ejecutivo de Zapatero. El Partido Socialista acusa al actual Presidente y a sus Ministros. Las Comunidades Autónomas culpan al Estado. El Estado carga contra las Comunidades Autónomas. Y, así, hasta el infinito, porque la lista de responsables es muy larga. Comienza con la Unión Europea, que no es unión y que, visto lo visto, ni siquiera será europea. Continúa con las Cajas de Ahorro, en las que la descomunal avaricia y capacidad de derroche de sus dirigentes es inversamente proporcional a su catadura moral. Le siguen algunos órganos de control, como la Comisión Nacional del Mercado de Valores o el Banco de España, cuya patente ineficacia debería condenarles a sufrir en primera persona el rigor de esas reformas y recortes a los que asisten instalados cómodamente en sus poltronas. Desde ellas contemplan y lamentan hipócritamente la hemorragia sangrienta de la sociedad civil pero sin atisbo de reconocimiento ni asunción de culpas por su parte.

Ante esto, el mensaje que nos trasmiten nuestros gobernantes, sean autonómicos o estatales, mandando o en la oposición, se centra en pedirnos un acto de fe. Y yo me pregunto ¿fe en qué? O, mejor dicho, ¿fe en quién? Me temo que la respuesta es fe en ellos mismos. Pero, así planteado, su discurso se asemeja más al que los líderes de las sectas imponen a sus seguidores que al que los jerarcas religiosos transmiten a sus fieles. Y ahí precisamente estriba uno de los puntos clave de mi análisis: ¿Se están defendiendo ideas, personas o grupos de poder? El hecho de defender unos ideales, bien socialistas, bien conservadores, bien nacionalistas, bien ecologistas o de otro perfil, resulta socialmente comprensible y hasta deseable. Sin embargo, no se termina de digerir la actitud crítica de algunos votantes, afiliados y simpatizantes que, en pos de esas ideas, dan la espalda a quienes lideran en determinadas momentos el proyecto en el que creen. Se mantiene un concepto de la lealtad más cercano al vasallaje hacia una persona que al compromiso con un ideal. Se ha cambiado la salvaguarda de las creencias por el vínculo con hombres y equipos atrincherados en cuantas cuotas de poder sean capaces de conquistar y detentar. Pero, en mi opinión, es posible compartir programas, discursos e ideales y, al mismo tiempo, no confiar en quienes los llevan a cabo. Por lo tanto, fe, lo que se dice fe, no me pueden pedir.

(*) Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constitucional de la ULL