Unos días en Madrid bastan para sentir cambios en su pasado dinamismo de seguridad y confianza. Los controles policiales menudean no solo en entradas y salidas de la ciudad sino en sus calles, incluidas las arterias principales. Los taxistas reniegan al divisar coches patrulla cruzados en una vía para desviar la circulación, ralentizarla y seleccionar los coches que aleatoriamente sufren una parada indagatoria. Los pasajeros con prisa se inquietan temiendo perder una cita o demorar sus obligaciones. El ciudadano residente ya repite que lo más seguro es el metro, magnífico, por cierto, y cada vez más moderno y extendido. A las incontables y diarias manifestaciones de protesta por los errores políticos o en reivindicación de derechos desmochados, se unen, sobre todo en fin de semana, incontables licencias para competiciones de cualquier especie o chiringuitos efímeros que tampoco favorecen la agilidad urbana. En otro sentido, las vallas y agentes que mantienen el Congreso en permanente estado de sitio incrementan el estrés de la inseguridad, en rudo contraste con las colas espectaculares que esperan acceso a las grandes exposiciones de arte, ahora en el Reina Sofía con Dalí pero también, cuando toca, en El Prado y el Thyssen, espejos de una vitalidad del espíritu que las instituciones deberían mimar a tope como demostración de que la capital no es presa exclusiva de la desconfianza. Sin embargo, se repiten los agüeros de que están a punto de desaparecer por falta de medios para su nivel habitual. La hospitalidad cosmopolita de sus habitantes siempre hizo de Madrid un espacio grato para el ocio, además de obligado punto de encuentro para el trabajo. La dinámica de las autonomías matizó adecuadamente el forzoso centralismo del antiguo régimen, sin mermas considerables para la garra de Madrid y de su oferta plural. Me inclino a pensar que esos flujos vivifican sutilmente el sentimiento de un solo Estado español, porque moderan el centripetismo autonómico, tenaz en la absurda autarquía cultural que empobrece las relaciones de estado y la vivencia de una unidad que, más absurdamente aún, se conjuga antes en frágiles recetas europeas que en históricas señas españolas.

Madrid no puede dejarse arrastrar a un estatuto de ajenidad en el resto de las autonomías, ni a la hostilidad que despierta cualquier concepto castrador, sea o no imaginario. Las manifestaciones son absolutamente necesarias como expresión democrática y antídoto de la fusión de los fermentos revolucionarios que ya están en presencia. No me hace feliz que el movimiento del 15-M se dedique a conmemorar sus aniversarios como si todo el trabajo estuviera hecho o su existencia fuese un fenómeno histórico de ciclo cerrado. Pero tampoco es de recibo un Madrid hipercontrolado, como si estuviera en las vísperas de un levantamiento popular. La política no vive su mejor momento y la confianza social es hoy el bien más escaso entre los que propician estabilidad y convivencia. La acción pública tendría que integrar la protesta y tratar de paliarla con hechos creíbles, no con los signos externos del miedo.