Voy poco al campo. Me aburro en él. Las únicas gallinas que veo en años son las de la tienda de animales de la calle de La Pelota y las únicas cabras que frecuento brincan en mi memoria, en el barranquillo Don Zoilo de mi infancia. Soy, pues, un animal de asfalto, pero, con frecuencia, me siento extraño en mi propia ciudad.

Así, el pasado jueves, día festivo, Día de Canarias. Yo estaba en este aquí pero en otro ahora, recostado en un sofá y embebido en las peripecias de ese excepcional conocedor de las calles de Las Palmas que es Eladio Monroy. Leía entonces la novela negra, negrísima Sólo los muertos, de Alexis Ravelo, cuando una algarabía proveniente del exterior interrumpió mi seguimiento del detective que seguía a un individuo por la calle Malteses. Empijamado como estaba salí al balcón y encontré una romería que desfilaba debajo de mi casa.

En un primer instante quedé absorto al ver cómo dos grandes bueyes enganchados a una carreta -había más bueyes y más carretas- enfilaban por mi calle después de flanquear unos conocidos grandes almacenes de esta ciudad, o sea, El Corte Inglés. Si no recuerdo mal la última vez que vi animales semejantes fue durante un sarao en la finca de Osorio. O tal vez fue en algún documental de La 2. ¡Qué amasijo de músculos en marcha! ¡Qué hipnóticos cuernos! ¡Qué raro ver pasar sus pezuñas por el paso de cebra! A continuación me puse a observar a las gentes que participaban en la romería, a mirar cómo cantaban y bailaban en coro mientras contemplaban su reflejo en los escaparates. Desde mi distancia panorámica me llamó la atención una mujer de rasgos orientales, vestida de típica, que desfilaba sola, ensimismada entre la multitud, mientras consultaba algo en una tableta. La imagen me pareció extraordinariamente sintomática, aunque aún no sé exactamente de qué.

Y, así, mientras la comitiva ataviada de canario desfilaba por mi paisaje urbano, yo, ataviado con mi pijama a horas impropias, la contemplaba y me preguntaba si es que el campo había venido a la ciudad o lo que ocurría era que la misma ciudad intentaba reafirmarse, sacando en procesión sus imágenes del campo. En un momento dado, una rondalla entonó bajo mi balcón el estribillo "hay vecino, vecino del alma, hay vecino del alma, por Dios". Yo no me di por aludido y seguí con este tipo de pensamientos.