Las ferias de libros, sus firmas de ejemplares, su contubernio entre fiesta y avidez de ventas, sus mesas redondas, sus presentaciones y sus debates son la empalizada que trata de proteger un territorio que con los tiempos que corren se puede estremecer y caer desmoronado como una estatua de hielo bajo el calor intenso del Trópico. Pensar así no es excepcional: cualquier devoto o medio devoto del libro firmaría un acta notarial donde quedase reflejada la circunstancia de apartar el preciado instrumento del saber de las inclemencias de la época, pese a que en el programa me pongan a Jaime Peñafiel, a la devoradora autoayuda con sus títulos bálsamo, al emperejilado de novela erótica o al fenómeno de los oscuros asesinatos que surgen a cobijo de la perfección sueca o noruega. La cita, por desgracia, no transmite la intensidad de la obra, el aura del autor o la palabra que logra mantener petrificada la vista hasta la hora en que la madrugada se funde con los estornudos de los insomnes.

Apurado por rellenar el vacío alargue la mano para abrir el monóculo literario que transpira la correspondencia entre Hermann Hesse y Stefan Zweig (Acantilado), almas que a lo largo de treinta y cinco años mantuvieron una fecunda relación epistolar soldada por los materiales del espíritu, sin que la misma sufriese erosión alguna por la extracción social equidistante entre el escritor de El lobo estepario y el de Momentos estelares de la humanidad. Vidas marcadas por la literatura en estado puro. El alemán, fugitivo y desequilibrado, reacio al acontecimiento, hijo de misioneros, autodidacta, da cuenta de sus etapas a través de casas de aldeas solitarias en las que cincela su estilo y desde las que muestra su repugnancia a personarse en los cenáculos donde tiene que cuidar su lenguaje asilvestrado. El austriaco, por su parte, menos humilde, hijo de una familia adinerada, poseedor de varios títulos universitarios, amante del acto social y todo lo que conlleva ser un respetable hombre de letras. El de Los abalorios, volcado en el autoconocimiento; el de Novela de ajedrez, biógrafo de personajes (Erasmo de Rotterdam o María Antonieta) cuyas trayectorias reflejan la obsesión del autor por establecer dónde está el polo positivo y el negativo del mundo. Sin embargo, la distancia entre uno y otro no fue óbice para esta correspondencia, que nace por el interés que sienten por Verlaine, a cuya bohemia era más afín Hermann Hesse, ayudante de librero que trabaja por ciento diez francos suizos al mes en 1903, amén de lanzarse a la juvenil empresa de fundar El Club de los Descarriados en honor al francés. El Premio Nobel le llegó en 1946.

Será en la década de los treinta, con el ascenso del nazismo y la nazificación de la cultura, cuando el epistolario entre Stefan Zweig y Hermann Hesse adquiere el sentido de la debacle. Ambos, en mayor o menor medida, son víctimas de la censura, ven sus derechos de autor afectados, sufren una campaña visceral por los secuaces del pensamiento hitleriano y pierden sus casas. Los dos se entregan a la causa internacional de advertir al mundo del carro de fuego que se ha metido en sus entrañas para reventarlo, y emplean parte de sus ganancias en ayudar a lo que huyen de la Europa ocupada.

En 1935, de vuelta de Estados Unidos, a bordo del SS Manhattan, Stefan escribía: "Espero poder verle alguna vez más. Estoy colgado, con bastante inseguridad, de una frágil rama; mi casa en Salzburgo (desde cuya ventana puedo mirar hacia Baviera) ya no es mi hogar, no tengo talento de emigrante, de manera que ahora vivo como un estudiante, a veces allí, otras veces acá, y percibo casi como una dicha el haber sido expulsado de una mullida y segura existencia". Hesse, desde Montagnola: "A. Ehrenstein me ha escrito bastante animado desde Rusia. Casi envidio a los que pueden creer en el ideal comunista, si éste no produjera tales hecatombes humanas o si pudiera tropezarme con más frecuencia, entre los actuales representantes de esa idea, con gente cabal o con pensadores de tal elegancia y tan bien formados como, por ejemplo, Ernst Bloch. Entonces sí que estaría bien. Pero en principio no es así".

"En ocasiones la amargura nos impregna como el agua a la esponja", escribe Hermann Hesse en 1938, cuyos libros no se pueden vender en Alemania y con sus escasos honorarios bloqueados. Los mecenas suizos le ayudan a salir adelante. Stefan Zweig, en cambio, no tenía problemas financieros gracias a que era el autor de lengua alemana más traducido, un pedestal que Hesse sólo alcanzó post mórtem. Thomas Mann, tras el suicidio del austriaco y su esposa en Brasil, se refería a "el largo brazo de su influencia, sus elevados ingresos, ante los que sentía gran desapego, a fin de promover, salvar y apoyar a otros". "Lo más triste, querido Hermann Hesse, es que el trato forzoso y constante con personas desesperadas y sin salida lo debilita a uno demasiado; y éstas, que nos arrasan, son únicamente las primeras oleadas de una avalancha descomunal", le escribía Zweig a Hesse en 1938.

Las ferias de libros vienen a ser como la piel, otra más antes de abrir las portadas y adentrarse por los ríos de escritura. Quizás sean los epistolarios los que mejor comunican el pálpito de los que se volcaron a la literatura, de los que recibieron su llamada, de los que se entregaron a ella y esperaron como ovejas perdidas en la niebla la respuesta del lector. Siempre hay en estos títulos de cartas encontradas en archivos dos eslabones lejanos que se encuentran, y es uno de ellos el que insufla al otro la energía para seguir adelante. En Zweig y Hesse veo este poder en el segundo, del que el primero dice a la hora de la publicación de El juego de los abalorios: "Cuán hermoso es su camino, qué bien sabe usted, tras cada nueva fase interior, iniciar una superior, en el sentido de la espiral de Goethe: retorno al punto de partida pero en una superficie más elevada".

La pena o el escalofrío es que se tenga que recurrir a casi todo para vender libros. Pero no hay remedio. ¿Volverá el año que viene? A seguir, pues, con el sueño de una Cuesta de Moyano, barojiana y dada al buen sustento.