Obsolescencia viene de obsoleto, que significa poco usado, anticuado, inadecuado a las circunstancias actuales. Aquella también interesa a calidad o condición de obsolescente, depreciación de los elementos o sistemas productivos aún utilizables debido al progreso técnico y que obliga a sustituirlos por otros de mayor productividad. El fenómeno de la obsolescencia, se afirma, influye decisivamente en la economía, al exigir costosas inversiones de capital, de difícil amortización cuando el aparato productivo no puede funcionar al máximo y, por último, obsolescente, que resumiendo significa aquello que está volviéndose obsoleto, que está cayendo en desuso.

Hay una nueva acepción que nada tiene que ver con lo anterior, la obsolescencia programada, y que tiene su origen en la idea del comerciante norteamericano Bernard London, nacida como antídoto a la Gran Depresión de finales de los años veinte para incentivar el consumo. Se sabe que la primera víctima fue la bombilla de filamento incandescente inventada por el gran Thomas Alva Edison en 1881. La misma llegó a tener 2.500 horas de vida útil, pero los intereses mercantilistas hicieron que el bueno de Edison fijara su duración máxima en 1.000 horas. A su soberbio ingenio se debe el fonógrafo, grabando por primera vez la voz humana; aparatos para detectar torpedos y submarinos, utilísimos en la Primera Guerra Mundial; perfeccionó el telégrafo y el teléfono, y convirtió Nueva York en la primera ciudad del mundo que inauguraba alumbrado eléctrico, en 1882. Todo esto lo hizo el genio sin mucho amor al dinero, ya que vendía sus patentes, perdiéndose los pingües beneficios que generaban, cosa que dura hasta hoy.

El acortar con intención malévola la vida de una pieza es lo que se llama obsolescencia programada: hacer que una máquina, tren de lavado, microondas, nevera, televisor, tengan una vida programada limitada en el tiempo. Lo que importa es vender, cuanto más, mejor. Con sinceridad, nuestro natural ingenuo nos ha llevado siempre tan solo a sospechar algo, cuando veíamos, al tener que acudir a los servicios de un técnico para que nos repararan cualquier electrodoméstico, que aquellas piezas importantes objeto de la rotura eran de plástico o de calamina, sin que llegáramos a entender bien cómo podían ser de esos endebles materiales unas piezas tan importantes para el funcionamiento de máquinas de marcas nombradísimas en el mercado. Aquí se hace también necesario (es cierto que no es algo generalizado) un poco de más seriedad y honestidad en el trabajo, única manera de lograr prestigio y buena imagen, fidelizando al cliente consumidor. Y ahora que ya sabemos la "idea" del comerciante norteamericano no tenemos duda, ha dejado de ser una sospecha esa mala praxis. Dudaré siempre, y la duda seguirá siendo duda, pues el que no duda no mira, el que no mira no ve y el que no ve se extravía, que dijera Descartes.