A cualquier lector que se precie le gusta acabar los libros que inicia. En algunos casos, el gusto puede convertirse en compulsión y esta en demencia. Así, se calcula que más del veinte por ciento de consumidores diarios de ansiolíticos del mundo occidental son lectores de ese tipo, personas que no consiguen acabar la lectura de los libros que inician lo cual les provoca una ansiedad infinita y sin remedio.

Esta cifra espeluznante la ha facilitado el departamento de I+D de un conocido restaurante donostiarra. No me equivoco: ahora, las casas de comidas son las que hacen la investigación y el desarrollo en España. Por suerte, a mí no me produce ningún tipo de ansiedad abandonar la lectura en la página dos, en la quince, en la ochenta o en la antepenúltima. Nos lo decía mi admirado y añorado maestro, José María Valverde: no se empeñen en leer por obligación; si un libro no les gusta, déjenlo descansar.

Para mi disgusto, casi todos los libros del recién laureado con el Premio Príncipe de Asturias, Antonio Muñoz Molina, descansan en mi biblioteca sin haber finalizado su lectura, se me caen literalmente de las manos, lo cual no implica, por mi parte, crítica ni valoración literaria del autor granadino. Es sólo la constatación de un hecho físico. El último, Todo lo que era sólido, todavía no lo tengo. Espero que me lo regale algún amigo que se ha hecho militante de lo que cuenta Muñoz Molina en el libro.

A este respecto, creo que Federico Nietzsche ya dejó casi todo escrito sobre la mala conciencia cristiana y similares. Y como todo tiene que ver, el próximo lunes 10 de junio, el autor, Muñoz Molina, y ese periodista denuncia, o denuncia de periodista, no sé muy bien, Jordi Évole, conversarán, en la Residencia de Estudiantes de Madrid, sobre Todo lo que era sólido y mucho más, según reza la invitación. Lamento no poder asistir, asuntos canarios me lo impiden. Los militantes del contenido del libro del nuevo premio Príncipe de Asturias me contarán lo que pasó. Espero.