Ayer, pongo a Tinguaro por testigo, que se produjo un insólito espectáculo en un acto público que se celebró prácticamente sobre el Real de Las Palmas, donde se fundó la capital. Era este un acontecimiento al que acudían empresarios, políticos, e incluso un par de personas y en el que apareció una alcaldesa que solo unas pocas horas antes, las que se tarda en hacer una digestión, se enteraba de que el fiscal le pide cinco años de prisión por una surtida retahíla de cambalaches.

Es del todo cierto que de momento se le debe presumir la inocencia, pero si a un ser pluricelular ordinario, un individuo corriente, a usted, le sale un fiscal después de tomarse el arroz con leche para decirle por el telediario que le va a intentar meter un puro de cinco años de cárcel, todo antiácido que encuentre en la despensa es poco.

Y a partir de ahí son aconsejables otros potentes paliativos, desde mirarse la tensión a hacerse con un arsenal de antidiarreicos para los próximos meses.

Pero no fue este el caso. Este sujeto prepenitenciario atracó en el lugar rumboso como una falúa con motor intraborda, sin síntoma alguno de dopaje por Trankimazin o hipnosis, y no solo ello, oiga, sino que a nadie de los allí presentes extrañó una higa la novedad. Se formaron entrañables corrillos entre iguales, se intercambiaron besos, abrazos, y se hablaron de problemas de índole doméstico y que en definitiva aquí estamos por el futuro y lo que esté por venir en esta Gran Canaria.

Vaya desde esta esquinilla el más absoluto reconocimiento a sus características puramente fisiológicas, que le permite alcanzar tales estadios de pachorra zen, así como la de varios más que se encontraban ayer en el mismo lugar y situación, especialmente teniendo presente que esta alcaldesa en concreto figura la zona cero de una trama a la que solicitan 135 años de prisión en su conjunto.

Y vaya desde aquí también la perplejidad por un círculo de prohombres y adelantados para el cual estos hechos denunciados por la fiscalía, tras años de procedimientos, tienen la misma elegancia del que tiene un pizco negro en la uña y se lo rebaña con el palillo.