Un potentado español de 72 años está a punto de divorciarse después de cuarenta y ocho años de matrimonio. Según sus amigos, está harto de las broncas que le echa su mujer. Lógico. El magnate en cuestión dirige empresas muy importantes, maneja las vidas y haciendas de miles de subordinados, ha acumulado un fortunón de 360 millones de euros y, cuando llega a casa, se chupa una bulla tras otra. A lo mejor, porque lleva los zapatos sucios o lamparones en la corbata. Nada nuevo. Sucede a menudo que los todopoderosos de este mundo tienen un control omnímodo sobre todos cuantos les rodean y, sin embargo, entran en su domicilio y no se inmuta ni el hámster. Solución fácil: largarse y buscar a otra más joven, más guapa y que no rechiste. Ésa es la grandeza de la familia: que el dinero y el poder no cuentan. El único espacio vital en el que a uno le quieren por ser quien es, no por lo que tiene, manda o sabe. Lo bueno de la familia es que te despoja de los títulos y propiedades y te pone en tu sitio. Y eso, que te pongan en tu sitio, es muy sano, aunque a veces escueza. Te riñen porque te quieren. Si nadie te riñe, ponte en lo peor.