Los cineastas europeos no sólo están en su derecho de defender la excepción cultural europea frente al mastodonte norteamericano: están en su deber como creadores comprometidos. Si la pelea ya es ahora mismo enormemente desigual entre el David del continente y el Goliat hollywoodiense, la desaparición de esa protección sería la puntilla. The end.

Quien tenga la tentación de acusar a los creadores de imágenes de corporativistas y cazadores de subvenciones deberían recordar que en primera línea de la protesta se han puesto talentos tan dispares como Michael Haneke, Pedro Almodóvar, Stephen Frears, los hermanos Taviani, Ken Loach, Mike Leigh, Aki Kaurismaki, Thomas Vinterberg, Costa Gavras, Bertrand Tavernier, Marco Bellochio o Paolo Sorrentino. Es decir, gentes de muy distinta procedencia y con intereses dispares (desde el cine comercial hasta el más sesudo), muchos de los cuales no sólo reinan en los palmarés de los festivales sino en millones de espectadores que aún entienden el cine como un arte y no sólo como un mero (y respetable) entretenimiento con el que amenizar la ingesta de palomitas. Afirman en su manifiesto que "la excepción cultural no es negociable" y tienen toda la razón del mundo: medir una película con el mismo rasero con el que se mide un saco de tornillos no sólo es una aberración cultural, es un insulto a la inteligencia y la sensibilidad.

Está en juego algo más que miles de puestos de trabajo de la gente que hace cine en Europa. Está en juego la supervivencia de las únicas trincheras donde aún se combate por un cine que responda a los criterios que hicieron de él un arte, el Séptimo. Hubo un tiempo en que Hollywood era una industria que a veces producía arte. Ahora, nueve de cada diez títulos llegados de allí no tiene ningún valor artístico. Por cada obra de Tarantino, Spielberg o Malick que llega hay que tragar por imposición indiscriminada paquetes de bodrios que no merecen ni su estreno en la sobremesa televisiva. Ya mandan mucho pero quieren mandarlo todo y que ninguna pantalla les haga competencia con arte.

Un Tratado de Libre Comercio entre la Unión Europea y EE UU que se cargue la excepción cultural y convierta la cultura en un producto más a soltar y ahí que te preste en el mercado comercial, sin blindaje de ningún tipo, significaría un ataque sin precedentes a una escala de valores en la que la economía no sea el principal, sino el único, argumento. Quién le ha visto y quién le ve: el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, defendía no hace tanto la excepción cultural como un bien irrenunciable, como un logro imprescindible. Ahora que se aproxima el fin de su presidencia parece más preocupado por dejar buenos amigos en la industria norteamericana que por seguir defendiendo una diversidad cultural que añada pluralidad y riqueza a una cartelera ya de por sí invadida por abusona morralla de Hollywood.

No todo lo que trae consigo el proteccionismo es positivo, y sería absurdo negar que en algunos casos hay una peligrosa tendencia a montar el pesebre cuando entran en escena cierto tipo de productores que se sirven del cine para intereses meramente económicos, pero esas zonas oscuras son una menudencia en comparación con el paisaje desolador que quedaría en nuestras pantallas si las todopoderosas majors de Hollywood se salen con la suya y el cine europeo se queda a la intemperie, listo para ser aniquilado.