Que el mundo da infinitas vueltas es algo que pasa por la Tierra sin darnos cuenta que se mece. A Galileo Galilei casi lo satanizan por afirmar que la Tierra se movía. Y tuvo que dar patadas al terreno que pisaba para demostrarlo. Aquí, en nuestra gran ínsula, Gran Canaria, estamos más dormidos que una marmota en su dormidera invernal. Tal como si nos hubiesen dado conminatorias órdenes: "¡Quietos! No se muevan". Esto nos pasó una vez, años ya, en un solitario atardecer, andando por la señorial Vegueta, cuando en sus recoletas calles se oían las propias pisadas y hasta nuestra imagen era reflejada en la sombra. Una fuerte mano se nos aferró al cuello en tanto pronunciaba un seco: "¡Quieto!" Pensamos que era un amigo que trataba de darnos alguna broma. Al girar un poco nuestra cabeza, muy confiados, sin mirar hacia atrás, la voz se volvió más imperiosa: "¡¡Quieto!!"

La cosa iba en serio. No tuvimos siquiera tiempo de amilanarnos. Tiró manos de lo que asomaba por el bolsillo de la camiseta, creyendo que era la cartera (solo el estuche de unas gafas) y salió a grandes zancadas, como una bala, calle arriba, mientras, más atrás, la voz de otro joven, percatado de lo que sucedía, corría dando gritos, tratando de perseguir al caco que, piernas en polvorosa, a ver quién lo alcanzaba. Alto, veloz y bien trajeado, con atuendo deportivo, no parecía un vulgar ladronzuelo de aquella época que, al lado de los que acometen ahora tan peligrosamente, roza ensueños de romanticismo. Por eso quizá se diga que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque hay versiones para todos los gustos. Pasear, por ejemplo, era un verdadero deleite. Otrora tenemos que andar con mucho tiento, dependiendo de la hora y lugar. Si cualquiera de ustedes acierta a encontrarse con un agente municipal por cualquier parte de la ancha y larga ciudad, será rara avis. Pídanle el autógrafo.

Hemos escrito muchas veces (y tenemos que incidir nuevamente, porque aunque el tiempo pasa, todo sigue más o menos igual, como a la Tierra misma: vueltas y más vueltas) que a los grancanarios no hace falta que nos frenen desde allende. Seremos masoquistas. Nos frenamos a nosotros mismos y ni siquiera quejosos, poseídos de eso que se llama pasotismo, académicamente definido así: "Indiferentismo ante las cuestiones que importan o se debaten en la vida social". En nuestro caso, más que pasotismo, endemia perniciosa que nos afecta por los cuatro costados y perjudica gravemente en cuestiones vitales del presente y más aún con vistas al futuro inmediato. El "Quieto, no caminen", lo tenemos asumido de tal manera que nuestra máquina, en estos tiempos de supervelocidades, marcha al son de los antiguos coches de Melián. Por la Cuesta de Silva de nuestras realidades de ahora -o sea, en sus condiciones de la época, no con puentes y viaductos modernos-, derivaríamos marcha atrás. Y si no se toman medidas correctoras, hacia algo peor: el precipicio.

¿Qué nos pasa? ¿Toda el alma y el arranque de nuestros preclaros antepasados se esfuman? ¿Dónde la gallardía y dignidad, santo y seña de nuestro pueblo? ¿Qué sangre es la que late ahora en nuestras venas? Parece ser que estamos sumidos en el letargo. De vez en cuando, alguna reacción, tan efímera como el día. Volvemos al quietismo y con ello a la penumbra, que es el sitio donde todo duerme estérilmente, para provecho de otros.

Ahora, como tantísimas veces, nos quejamos de que inversiones previstas en Gran Canaria vuelen, como siempre, en la misma dirección: Tenerife. Allí son recibidas sin trabas, brazos abiertos. En Gran Canaria nos sacamos BIC de la chistera u otras inconveniencias por el estilo. Vale cualquiera. En definitiva, conducen a la parálisis, al no dejar hacer. Por allá, donde soplan los aires del Teide, arraigadas fuentes -incluidas las editorialistas- están que saltan de contentos. Les bordamos el camino sin que sea preciso poner sus dados en el juego. Tan empecinados que se nos borre el Gran de Gran Canaria y resulta que les facilitamos el propósito. Y están a punto de conseguirlo, sin que ellos tengan parte en el estropicio. De tanto andar por aquí a que no se toque un ladrillo, brota el efecto.

Ya hay quienes consideran, raigambre histórica aparte, que no somos la Gran Canaria. Un dilecto amigo, de esos que se desayunan con vitriolo, tal vez influido por la mordacidad irónica de Bernard Shaw, insinúa que nos estamos ganando a pulso y por ejecución propia, muy distinto denominativo: "La Gran... ¡Parada!" Por la isla hermana repican de gozo. Tanto, que el Teide emite fumarolas jubilosas. Les ha caído el gordo de la lotería -Ley de Renovación y Modernización Turística aparte- y entonan un enfebrecido hosanna a las preeminencias grancanarias que les ofrendan el maná de muy cuantiosas inversiones, a las que hacemos ascos con cualquier pretexto.

Padecemos, está visto, la endemia del anquilosamiento y, al mismo tiempo, nos mostramos como auténticos gran hermanos. Pese a que esta nuestra ínsula se halle enflaquecida y sedienta, les derivamos manantiales vivificadores. Todo por el bien de quienes cada día se fortalecen más a nuestra costa. Dejemos, pues, muy tranquilo y sosegado al presidente autonómico, Paulino Rivero. Como si lo juráramos: no tiene ni un ápice de culpa en todo esto que nos duele y escapa. Aquí el Gólgota casi se disfruta con embeleso, mientras tañen quejumbrosas las campanas del anochecer, Vega adentro y sobrevolando olas por San Cristóbal.

¿Estamos dormidos o qué pasa? A poco que nos descuidemos las cabañas ideadas para Las Tirajanas las veremos también instaladas en la cordillera de Anaga, donde todo cabe, censo extracorpóreo incluido.