Con el fin de verano, llega también el ya acostumbrado síndrome posvacacional, conjunto de síntomas característicos de un mal que se manifiesta por una serie de fenómenos desagradables con motivo de la reincorporación al trabajo. Si nos preguntáramos cuáles son esos síntomas, tendríamos que convenir en su heterogeneidad más bien difusa pues, al tratarse de una patología propia de nuestra época y aparecida ex novo, falta cuantificar la frecuencia y especificidad de sus manifestaciones. En una primera aproximación, está claro que se aprecia una mezcla de melancolía por los buenos días perdidos y de autocompasión por los menos buenos que están por venir. Pero esta simple observación no ha de bastar a los investigadores. Mi larga experiencia laboral, y la serenidad propia de ver ahora los toros desde la barrera, creo que me otorga alguna autoridad para avanzar una hipótesis. El retorno de vacaciones suele producir repercusiones anímicas, tal que ansiedad, estrés y un surtido de fobias personales. En lo puramente orgánico, dicen los expertos que se han detectado arritmias cardíacas, vómitos, sarpullidos, mareos y, más que nada, revoluciones de tripa. Nada más contagioso. Pero que no cunda el pánico, algo podremos hacer.

Así como la función crea el órgano, el nuevo mal apunta su propio tratamiento, aconsejado por el sentido común y hasta admitido por buen número de psicólogos y psiquiatras. El primer paso consiste en la autosugestión, es decir, en la repetición frecuente de asertos positivos como por ejemplo El deber me llama, El jefe me echa de menos o, lo más de lo más, tengo trabajo, luego existo... El segundo sería la aplicación del método de aproximaciones sucesivas, es decir, llegar cada día un poco más cerca del centro de trabajo antes de la plena reincorporación.

Y en los casos graves no quedaría más remedio que aplicar la hipnosis o la terapia de grupo. Seamos sinceros: nos hemos vuelto hipocondríacos.