A modo de icono, los Juegos Olímpicos de Barcelona sellaron los años de la Transición española. Fue el reconocimiento internacional a una sociedad que había logrado restañar las heridas de la Guerra Vivil y de cuarenta años de dictadura, a la vez que sabía abrirse con fuerza a la modernidad. En los 17 años que van de la muerte de Franco al éxito olímpico, España había dejado de ser un país marcadamente centralizado y se había organizado bajo el paraguas autonómico. El ingreso en la CEE nos incorporaba al gran proyecto continental, internacionalizaba la industria e introducía parámetros de calidad en el funcionamiento de nuestras instituciones. El Estado del Bienestar se edificaba a velocidad de vértigo, con el AVE a Sevilla como punta de lanza de las infraestructuras españolas. Barcelona adquirió el estatus de capital del diseño gracias a la acertada política urbanística del equipo de Maragall. Los Juegos fueron un éxito de prestigio y convirtieron la marca España en un ejemplo exportable de la transición de un pasado oscuro a otro de referencia. Fue un triunfo del espíritu constitucional, de la monarquía, de la democracia y, sobre todo, de la sociedad en su conjunto. Al año siguiente, el tono general empezó a cambiar - la recesión económica, el paro creciente, el estallido de la corrupción, la resaca de los Juegos y de la Expo, el embrutecimiento del debate público? -, aunque todavía estábamos en 1992 y no en 1993.

¿Qué supone el fracaso olímpico para la candidatura de Madrid 2020? Desde el punto de vista de la economía, no demasiado. A corto plazo los Juegos generan una miniburbuja inmobiliaria, relanzan el comercio gracias al turismo y proyectan a nivel mundial una imagen positiva de la ciudad y del país. Pero a la larga, algunos de esos beneficios se difuminan: los pisos se vacían, los precios se desinflan y las costosas infraestructuras deportivas acaban durmiendo el sueño de los justos. Permanece, eso sí, la imagen atractiva de la ciudad, ya sea para el turismo o como lugar de inversión. Sin embargo, el profesor Jesús Fernández-Villaverde se preguntaba, en un artículo publicado en el blog Nada es gratis, si un país lastrado por una profunda crisis fiscal puede permitirse dirigir sus escasos recursos financieros hacia los fastos olímpicos en lugar de invertir en la mejora de la Sanidad, la Educación o la I+D, factores clave del futuro. Algunos datos son conocidos: la irrelevancia internacional de nuestras universidades, por ejemplo, o las mediocres calificaciones de los alumnos españoles en las pruebas PISA. O el rápido declive de la Sanidad pública en el quinquenio de los recortes. Podemos preguntarnos si resultan preferibles unos JJ OO a una rebaja de impuestos para las nóminas o para el ahorro. En realidad, el debate no sería acerca de Madrid 2020 sino sobre el modelo de país que se desea. Si la cuestión es el futuro, ¿qué futuro queremos? ¿Y para qué?

Y ahí yo creo que el fracaso de la candidatura madrileña ha sido una mala noticia. La economía también se mide a través de los símbolos y cuenta con sus unidades de autoestima. La confianza impulsa la economía, genera proyectos y transforma la sociedad. El final de la recesión - probablemente en este trimestre el país ya esté creciendo - se uniría a una mejora perceptible de nuestra imagen. El marco para un nuevo inicio estaría ya instalado. Y con él, la excusa adecuada para llevar a cabo ciertas reformas. Hablo, insisto, de la importancia de los símbolos.

Sin embargo no ha habido suerte, lo cual pone sobre el tapete la nueva geopolítica del poder mundial: Asia y los emergentes frente a las viejas y decadentes naciones europeas. El mundo se globaliza mientras que aquí nos enquistamos en rencillas estériles. Cabe considerar si a España le interesa proseguir el esfuerzo de la ciudad olímpica o si valdría más la pena centrarse en otras claves de futuro: comercio internacional, industria de alto valor añadido, mejoras de la productividad, demografía, capital humano, calidad institucional? Es decir, ganar el siglo XXI sin excusas ni símbolos, sino sólo con el trabajo y la inteligencia. No será fácil, pero es el mismo reto al que se enfrenta la mayoría de naciones europeas, incluidas Alemania y Francia. Y en el envite nos jugamos mucho.