Eduardo Chillida encontró en el rechazo ecologista a su obra en Tindaya un motivo más para cuestionarse si seguía adelante o no con el proyecto de vaciar la montaña de Fuerteventura. La oposición conservacionista, el cumulo de irregularidades del proceso y los desacuerdos políticos debilitaron el idilio entre el artista y el paraje soñado para su obra culmen. Fue en la década de los noventa cuando el creador vasco subió por primera vez a Tindaya, invitado por el arquitecto urbanista José Miguel Alonso Fernández-Aceytuno. La expedición no fue un fracaso: allí estaba la montaña que Chillida había visto en sus sueños. Tanto él como el ingeniero Fernández-Ordóñez padre pensaron que el territorio que estaba ante sus ojos cumpliría las condiciones para excavar un cubo gigantesco en su interior. Se ponía en marcha una iniciativa que, a través de una intervención escultórica, pretendía la recuperación de un patrimonio cultural afectado por la explotación de una cantera.

Chillida, Fernández-Aceytuno y Fernández Ordóñez han muerto y el proyecto de Tindaya viene y va en forma de expediente desde hace diecinueve años. La Administración autonómica ha gastado unos 25 millones de euros en mantener a flote la idea contra viento y mares, un empeño político acompañado de un auténtico hervidero judicial, plagado de denuncias cruzadas entre ecologistas, instituciones y empresas afectadas. El último episodio de este camino tortuoso es una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Canarias (TSJC), conocida esta semana, que anula las normas de conservación establecidas para los vestigios prehispánicos, y que exige la protección de la montaña como Bien de Interés Cultural.

Es evidente, por tanto, que el argumentario de compensaciones obtenidas para el interés general es muy escaso: a falta del esperado movimiento de tierras, Tindaya acumula sin desmayo desasosiegos y frustraciones que parecen no acabar nunca. Resulta legítimo que el Cabildo insular de Fuerteventura haya puesto el foco en Tindaya en beneficio de su sector turístico, y que ello sea así con el aval artístico de Chillida. Pero ni la corporación majorera ni el Ejecutivo regional de Paulino Rivero deben perder de vista la depresión que le provocó al creador del Elogio del Horizonte la oposición ecologista al proyecto, y por supuesto los enredos en los que él mismo se vio inmerso por una gestión pública sospechosa de corrupción.

La incertidumbre que se adueñó de Chillida con respecto a la montaña de Tindaya no debe perderse de vista, en especial para los que todavía mantienen su empeño en la obra pese al fallo reciente del TSJC a favor del grupo ecologista Ben Magec. La desesperanza del artista debería servir, ante el nuevo aldabonazo judicial, de acicate para reflexionar sobre la viabilidad y rentabilidad de Tindaya, un moribundo que a estas alturas, por su confusa trayectoria, carece del respeto del mundo cultural nacional e internacional. De acuerdo que la sentencia en modo alguno anula el monumento, como bien dice el Gobierno de Canarias, pero ello no es óbice para tener en cuenta que las peripecias de su proceso, cuanto menos kafkiano, constituye una justificación más que adecuada para plantearse si seguir adelante o frenar en seco.

Paulino Rivero y el Cabildo insular de Fuerteventura, con Mario Cabrera (CC) al frente, han optado por la segunda opción. La decisión tiene un riesgo y una obligación: por un lado, sería difícil imaginar que el proyecto de Tindaya pueda soportar, en su singular itinerario, otra censura judicial que incremente el grado de inseguridad que se ha ganado a pulso. En segundo lugar, la entusiasta apuesta de sus impulsores debería llevar aparejada, de cara a la ciudadanía, el redoble de las cautelas jurídicas necesarias para evitar que la intervención de Fuerteventura se embarulle más todavía. Tindaya, por respeto a Eduardo Chillida, uno de los grandes de la escultura del siglo XX, merece el ejercicio impecable de las salvaguardas culturales y medioambientales necesarias para hacerlo realidad con dignidad, y si no es así siempre tirar la toalla.

La confabulación de intereses que se ha cebado sobre el proyecto no es, ni mucho menos, justificación suficiente para encontrar una explicación a su aletargamiento. Aparte de las comisiones parlamentarias dedicadas a localizar el dinero escamoteado y a las sibilinas argucias del concesionario de turno de la explotación de la piedra, hay que subrayar que al Gobierno de Canarias o al departamento correspondiente le ha faltado cintura suficiente para saber hasta dónde llega la oposición de los ecologistas. ¿Se está ante un enfrentamiento por los tiempos de los tiempos? Sí es así, ¿qué situación nos espera? La controversia no puede ser despachada con el típico comentario despectivo contra los conservacionistas y las ínfulas de sus propósitos. En el caso que nos ocupa, sus reclamaciones han recibido el amparo satisfactorio de la Justicia, por lo que es lícito preguntarse sobre si está o no en lo cierto el Gobierno regional cuando considera que nadie ha puesto en tela de juicio la excavación del cubo en la piedra de Tindaya. En definitiva, ¿existe la certeza absoluta de que la existencia de los podomorfos en la montaña es compatible con el monumento artístico? ¿O bien el fallo a favor de Ben Magec es el capítulo número uno de un correlato judicial que está por llegar? Hay que aclararlo de todas todas.

El día que bajo un intenso sol Eduardo Chillida subió por primera vez a Tindaya no imaginaba, ni por asomo, que su búsqueda del aire en el espacio iba a tener un procedimiento tan correoso. Su hijo Luis afirmaba estos días desde el País Vasco, tras la sentencia del TSJC, que su padre, en modo alguno, quería la destrucción de los símbolos prehispánicos de la montaña. "Me gustaría que algún día ese proyecto se pudiera realizar porque es algo en lo que mi padre puso mucho interés, trabajo y esfuerzo y es la única obra póstuma suya que quedaría. Si no puede ser, quedará como un sueño muy bonito, al menos para mí", comentó el portavoz de la familia.

Las palabras del descendiente expresan el lugar privilegiado que ocupó la obra en el taller del creador, y el significado que la misma tenía para su universo artístico. Por desgracia, la magia que encontró allí; su propósito de abrir un hueco de grandes dimensiones para el silencio y por el que era capaz de penetrar la luz natural; un lugar de peregrinaje ajeno a la complejidad de la vida diaria; un sitio donde la pequeñez del hombre podría ser contrastada con la enorme fuerza de la naturaleza que emanaba del hueco horadado... Todo ello, poco a poco, pasó a ser relativo, desplazado por unos intereses más terrenales, ya fuesen los circunscritos a los pecuniarios o bien los de la intransigencia del ecologismo que se resiste a la convivencia entre el desarrollo y la sostenibilidad. Encima, Chillida murió y no hay nadie con la autoridad moral suficiente para hacer magisterio.