El otro día una de mis amigas, madre de dos criaturas en edad de demandar atención, es decir, menores de edad, volvió a excusarse por no poder quedar conmigo, a pesar de que hace ya demasiados meses que no consigue encontrar el momento de que nos veamos. El motivo por el que, una vez más, mi amiga no tenía tiempo para mí era, en esta ocasión, porque le había prometido a su hija de diez años que la llevaría a yo-no-sé-dónde y no quería incumplir su promesa. Y yo me quedé perpleja. ¿Cuántas veces nuestros propios padres cambiaron de opinión en el último momento acerca de su promesa de llevarnos al cine, al parque o a cualquier otro sitio, únicamente porque les habían surgido otros planes más importantes -para ellos, claro-, porque llegado el momento estaban demasiado cansados o, sencillamente, porque ya no les apetecía? Un millón. Y creo poder afirmar que ninguno de nosotros fue por ello un niño infeliz o es hoy un adulto traumatizado.

Pero las cosas han cambiado. Y mucho.

Ahora son los niños, esos pequeños tiranos, oportunistas y más listos que el hambre, aunque adorables, eso hay que reconocérselo, los que manejan a su antojo los hilos de la rutina familiar. Son ellos los que determinan qué canal de televisión ver, a qué hora comer, el destino de las vacaciones familiares y hasta lo que sus progenitores deben hacer en cada momento. Son ellos también los que escogen el menú diario en sus hogares, los que autorizan a sus padres a salir de noche, si la madre debe maquillarse o no, si el padre puede tomarse una copa o no y así con un largo y sorprendente etcétera que convierte a estos pequeños monstruitos en los indiscutibles reyes de la casa y que a todos los que no tenemos el dudoso privilegio de tener descendencia nos resulta tan extraño como disparatado.

Los niños de hoy en día interrumpen a los adultos sin recibir ningún tipo de amonestación por ello, no son condescendientemente enviados a jugar mientras los mayores charlan, ríen o cotillean, sino que son aceptados de buen grado en todas esas actividades que, hasta hace no más de un cuarto de siglo, eran coto privado de sus mayores. Y además montan una pataleta si sus condiciones, exigencias y requerimientos no son inmediatamente aceptados, no sólo por sus progenitores, sino también por todo aquel que se lo permita.

Convendrán conmigo en que la mayoría de los padres de hoy educan a sus hijos para convertirlos en pequeños monstruitos. O mejor dicho: que es precisamente la falta de educación, de disciplina, de valores, la que hace que los menores, maleables como plastilina y oportunistas como cualquier cachorro de cualquier especie ha de serlo por mera supervivencia, se conviertan en pequeños tiranos completamente insoportables para cualquiera, incluso para sus propios padres, o probablemente sobre todo para ellos.

El sentimiento de culpa por no dedicarles todo el tiempo que ellos consideran que deberían pero no pueden ofrecerles, ya sea por culpa del trabajo, de la separación sentimental y física de su otro progenitor, o de ambas cosas, unido al cansancio inherente a la vorágine diaria en la que todos vivimos inmersos, se traducen en un trato condescendiente, casi indiferente y desde luego permisivo en exceso hacia su descendencia que no le hace ningún bien a nadie y mucho menos a los pequeños, convirtiéndolos no sólo en niños despóticos y malcriados, sino lo que es peor, en adultos frustrados y ególatras permanentemente insatisfechos.

Por mi parte, estoy hasta el gorro de situaciones como que un niño me empuje y, lejos de pedirme disculpas, el padre arremeta contra mí con saña si me atrevo a reprenderlo, o salir a tomar café con una amiga y no poder hilvanar dos frases seguidas porque el crío de marras demanda atención permanentemente y, lo que es incluso peor, la madre se la da, o tener que envainarme las opiniones de la criaturita porque el padre sea incapaz de decirle esa frase que yo tanto odiaba cuando era niña a mi vez, y que hoy tanto echo de menos: "Niño, vete a jugar por ahí que estamos hablando los mayores". Eran otros tiempos, supongo.