Para estar loco y saberlo es necesario un grado de lucidez alucinógena y una tabla a la que agarrarte mientras te ahogas durante toda la vida. He conocido a algunos que se aferraron a la autodestrucción como otros lo hacen a una cruz o a la gimnasia sueca pero yo no encuentro tal ejercicio particularmente interesante. Desde luego, los más inteligentes o menos incautos han insistido en la necesidad de separar el personaje y la obra en el caso de Leopoldo María Panero, pero hasta en los análisis más ecuánimes residuo de admiración romántica por los trastornos paranoicos, cuando la locura, y bien lo sabía Panero, es una atrocidad insoportable, una herida abierta y lacerante que termina por suplantarte, que termina por ser tú mismo, y no solo tu propia imagen, y no únicamente tu representación. Túa Blesa, quizás su más rendido admirador, que ha proclamado que Panero era el mejor poeta vivo en lengua española - una vez muerto, supuestamente, ha bajado de escalafón - era incapaz de no ver en la locura de Panero, domiciliado en varios manicomios en los últimos treinta años, una apuesta vital que era al mismo tiempo la derivada inevitable de una apuesta artística por la experimentación verbal y la transgresión poética. Desde este repugnante (e inane) punto de vista, Leopoldo María Panero se ofreció en holocausto a su propio talento y fundió la rebeldía del cuerpo con la del espíritu, una rebeldía social y una rebeldía literaria cogiditas de la mano bajo el fecundo dictado del miedo, y por eso, por este acto de sublime sacrificio, terminó solo, destruido, disgregado, muerto sin amor memorable y sin amaneceres en paz. A mí me parece terrible esa justificación a una obra. Terrible y además innecesaria. Es algo así como si para explicar la lucidez lírica de Wallace Stevens - otro poeta que reflexionó hondamente sobre la poesía -- nos remitiéramos a su apacible trabajo durante décadas en la Hartford Accident Company, una gris y respetable compañía de seguros.

Soy un lector que encuentra que la mejor poesía de Panero está en sus primeros libros y no en los últimos a pesar de poemas aislados y versos que son hallazgos prodigiosos, relámpagos estremecedores, epifanías infernales. En sus últimos, interminables años Panero, demasiado a menudo, escribía desesperadamente como Panero. Y lo sabía. La poesía, decía precisamente Stevens, ha de resistir a la inteligencia, pero también a la locura.

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