Las naciones actuales, como España, son el resultado de la energía y dedicación de las generaciones que nos precedieron. Ese legado es fruto de la acción y del valor de millones de ciudadanos que se comprometieron, con o sin heroicidad, por mejorar la situación de sus conciudadanos e instituciones. Ahora que nos toca continuar con ese compromiso, muchos ven con preocupación la aparición de ciertos comportamientos entre nuestros representantes políticos (a los que a mí me gusta denominar servidores públicos) que dejan de manifiesto grandes carencias de valentía, preparación, honradez y talento para hacerse cargo del testigo que les hemos otorgado. Haber sido elegido concejal, diputado o senador significa aceptar la llamada para la acción y legitima al elegido por su valentía, por su capacidad de servicio a la sociedad, por su deseo de ayudar a otros que necesitan ayuda y por un verdadero y sincero amor a su país. Pero a veces tenemos la sensación de que algunos parecen haber olvidado para lo que fueron elegidos.

Después de más de 35 años de democracia, muchos ciudadanos han perdido las ilusiones en el Gobierno y en muchos de sus representantes, sean del Congreso, del Senado, de los gobiernos autónomos o de las administraciones locales. Tenemos una democracia que se resiste a aceptar listas abiertas con los candidatos que presentan los partidos políticos, que no deja gobernar por mayoría simple, cuyos representantes políticos no son elegidos por distritos (con lo cual no sabemos a quiénes representan), y que muchos carecen de una sólida formación universitaria en ciencias políticas, historia, economía o idiomas modernos. Vivimos en una mediocracia que eleva a sus servidores públicos a la categoría de semidioses o intocables, vacunados con inmunidad parlamentaria que les protege de ser tratados por la justicia como al resto de los ciudadanos, y que ante la imposibilidad de cumplir lo que prometieron y a lo que se comprometieron, no admiten la palabra "dimitir".

En esta joven democracia española se echa de menos recordar a los hombres y mujeres que han servido a sus comunidades autónomas y a la nación. Una lista en la que tendrían que figurar personas que, al margen de su carácter amable o intratable, han sido honestas y libres de maquinaciones que persigan el interés personal o tribal por encima del colectivo. Personas que han defendido situaciones e intereses para el bien común, arriesgando a veces sus carreras profesionales, su reputación, su trabajo, su familia, e incluso sus vidas. Ensalzados mientras ejercieron o vivieron, muchos fueron difamados cuando cesaron o murieron; otros, difamados en vida han sido o serán ensalzados tras abandonar la vida pública o cuando mueran. Un país que olvida a sus héroes y a sus valientes es una nación muerta, y poco probable que recompense esa cualidad en sus actuales dirigentes. Con nuestro olvido matamos la esperanza por recordar o por mejorar lo que otros bien hicieron por la educación, la cultura, el bienestar social, la ciencia, las artes, el deporte, o en su trabajo diario como ciudadanos de a pie.

De un tiempo a esta parte, algunos representantes políticos parecen combatir en una guerra de odios y desencuentros que desgasta la acción y enrarece la convivencia. Desde posiciones partidistas feudales o impuestas por un grupo de poder "autóctono", y con una monumental ignorancia histórica y vulgar demagogia, vierten opiniones envenenadas sobre la idea de que no todos los ciudadanos de una región geográfica no solo no respiran el mismo aire, sino que no tienen derecho a respirarlo. Estos desvaríos atentan contra la convivencia y el progreso; lo escandaloso es que son tolerados por algunos gobernantes y por miles de ciudadanos con dejadez y cobardía. A estas alturas de nuestra historia no toleraremos que nuestros políticos nos pastoreen a su antojo ni aceptaremos comer alfalfa como si fuéramos un rebaño ciego, sordo y mudo que no sabe exigir a sus representantes que sean verdaderos líderes y ejemplo de servicio público para las generaciones futuras.

Ha llegado la hora de exigir a nuestros políticos que dirijan su atención a nuestros intereses comunes y pongan medios para que sus diferencias se resuelvan. Como dijo John Kennedy, "hay que hacer cosas, no porque sean fáciles, sino porque son duras de hacer". Somos testigos de grandes crisis demográficas, climatológicas, económicas, sociales y bélicas en el mundo, y necesitamos las energías y los talentos de todos y cada uno de nosotros para lidiar de una vez por todas con los retos que tenemos ante nosotros y vencer en las batallas contra el fracaso escolar, contra la mala educación nacional, contra la escasa preparación de nuestros jóvenes para la economía del siglo XXI, contra el afeamiento y polución de pueblos y ciudades enteras, contra la pobreza y las enfermedades, y contra la creciente fosa que nos separa del resto de Europa. Necesitamos lo mejor de todos; no hay trabajos insignificantes porque no hay ningún trabajador que sea insignificante. En la Divina Comedia, Dante nos recuerda que "los lugares más calientes en el Infierno están reservados para quienes en tiempo de grandes crisis morales mantienen su neutralidad". Buen día y hasta luego.