La tienda de mi barrio, esa que huele a colonia, pan caliente, queso, jabón perfumado, lejía o aceite ya no es de Samuel, su dueño desde 1957. Hace unos meses me acerqué al local y para mi sorpresa detrás del mostrador había tres chinos, tres; un hombre y dos mujeres dispuestas, mangoneando, colocando cajas de zumos, galletas, suavizantes€ "¿Y esto€?", pregunto sorprendida. "La tienda ya no es mía. Es de los chinos€", señaló a los orientales. "¡No me jodas, Samuel€!", le digo sin ninguna connotación salvo la sorpresa. Como soy curiosa me faltaron dos segundos y medio para pegar la hebra con los chinos, que me contaron su proyecto comercial. Trabajadores incansables, pintaron a brocha la puerta de entrada, recolocaron la fruta, contrataron a un dependiente e hicieron hueco para rentabilizar espacios. Mi única exigencia como clienta, les digo, es que la tiendita conserve el aroma del pan, que mantenga la limpieza, que la sandía luzca roja y que la variedad de quesos continúe presentando el mismo aspecto, apetecible y ordenado de siempre. "No pleocupalse, señola, aquí selá su casa, todo más balato".

Así es la vida. Mi tienda ya no es lo que era, es cierto, pero igual estos chinos superan incluso la atención que prestó Samuel. Difícil. Discrepo de quienes creen que transacciones de este tipo tengan algo que ver con una invasión, con eso tan manido y ridículo como es hurtar nuestra señal de identidad. Boberías. Mientras novelereo entra una clienta "de toda la vida", de esas que eternamente se ha dirigido a la estantería y amontona verdura y fruta que ella misma pasa por caja. Ese día intentó hacer lo mismo y Samuel le señaló a los asiáticos€ "¿Y€?", preguntó mosqueada. La mujer me mira mal encarada y me hace cómplice de su enfado. No lo entiende. En la puerta protesta porque "los chinos nos están quitando todo; se meten en cualquier sitio porque los canarios somos unos vagos". Sonrío porque su contrariedad es opuesta al semblante del ya exdueño, que refleja la tranquilidad de quien ha hecho un buen negocio. Los chinos le pagaron lo que pedía y eso es lo que cuenta para quien lleva mil años madrugando y repartiendo compras en un barrio con casas de duro acceso. Yo solo les pido que cuando acuda a la tienda y diga "ponme todo para un potaje" sepan de qué hablo. Y nada más.