La terrible presencia de Leopoldo María Panero. Así, en la calle, recostado, con la mandíbula deformada, con las cuencas negras de sus ojos, eleva sobre todo la representatividad que le asignó el crítico y editor Jenaro Talens y que tanto socavó su poética: una creatividad chamuscada por el rol del paradigma romántico que autodestruye gota a gota, exceso a exceso, más allá de cualquier elección racional. En la biografía El contorno del abismo, de J. Benito Fernández, se le asigna a él, a Eduardo Haro Ibars (que murió en la ciénaga) y a otros el asesinato familiar del franquismo, la venganza contra unos padres policías, funcionarios u oligarcas del Régimen. Su encarcelamiento por vago y maleante, la afiliación al Partido Comunista, la esquizofrenia, los intentos de suicidio, su etapa de mendicante a la salida de los estrenos del Teatro Real con los amigos de su progenitor falangista como víctimas, sus almuerzos que acababan en una bacanal con todo tipo de fideos y restos de comida sobre el cuerpo para asombro de los comensales vecinos... Todo ello lo convertía a ojos de los últimos coletazos de la dictadura en un especie de anticristo, en el indeseable, en la estructura ósea y mental de lo que empezaba a vislumbrarse en las noches de Malasaña (aún con la Movida pendiente de llegar), la decadencia, el libertinaje, los viajes alucinógenos, el sexo indiscriminado y el desorden en todos los órdenes que habían sido articulados minuciosamente a través de fueros, reglamentos, reales decretos y tribunales.

El fin del mundo que atisbaban los camisas azules que se transformaban a la carrera; el espanto que se adueñaba del Opus Dei al descubrir una jeringuilla en el baño de la hija; la panoplia de consejeros espirituales que entraban y salían de las residencias de los barrios de Serrano y Salamanca para calmar la incertidumbre... Frente a esta descomposición que los príncipes Salinas de turno, tal como en El Gatopardo, trataban de controlar con alianzas subterráneas, Leopoldo María Panero (y sus hermanos) creaban una mitología sobre el delirio que corría por las venas de una familia del poder, acosada por los fantasmas. El desencanto, la película de Chávarri sobre los Panero, desmenuza los sótanos intransitables de un hogar fumigado por el odio, el amor y la egolatría, pero también pone el foco en la tremenda hipocresía de la sociedad que los educó, el fatal ejercicio de adulación franquista de su padre, el consumo de alcohol como panacea ante la impotencia, el valor de los secretos, la pervivencia de la mentira... Un fracaso, un enorme cataclismo vital, que se integraba al bagaje de la intelectualidad de izquierda, y que había tenido como antecedente más preclaro a Nada, la novela de Carmen Laforet sobre las heridas morales de la Guerra Civil en una familia catalana. A estos signos descarnados del desastre de la posguerra les toca ahora competir, irremediablemente, con la versión edulcorada y oficial de Los Alcántara, altavoz televisivo de las mieles de la transición y que despeja a córner los sapos negros.

Morir en un psiquiátrico, deambular por las calles de Las Palmas de Gran Canaria como un demente culto, estar en la antología de Castellet como Novísimo. recitarle a Dionisio Ridruejo (vecino de los Panero) lo que a él le viniese en gana, acabar con todos los duros y pesetas de su madre (Felicidad Blanc le alquiló apartamento en Londres para que olvidara a Ana María Moix, que se fue días antes que él), irse a Marruecos y volver con Eduardo Haro con la ropa impregnada de polen de hachís y con los grises pisándole los talones... Es un día cualquiera frente al McDonald´s de Triana, han pasado casi cuatro décadas de El Desencanto, pero los doctores de la bata blanca observan y auscultan a este tiburón blanco, cuyos colmillos pueden engañar al mismo Carl Jung o al psicoanalista de Marilyn Monroe: seducidos ambos por la verborrea esquizoide, babélica, que sin querer los traslada a la esencia, al meollo de su disciplina, que no es otro que la convivencia pacífica del paciente con cuerdos que aparecen y desaparecen por las esquinas de la ciudad. Leopoldo María Panero cumplía los requisitos para avalar la muerte del manicomio (o al menos para pasar el día fuera).

Cierto que el cóctel desembocó en el apaleamiento de una moral con tantas grutas como el Valle de los Caídos. Pero la mezcla nunca se corrompió y estuvo ahí para ver pasar uno tras otro a los cadáveres de su generación, y luego venir a una Isla (siempre las islas) en la que, cualquiera sabe, lo mismo tenía una historia como la que transita a lo largo y ancho de La invención de Morel. Sea así o no, lo suyo no era ciencia ficción ni tampoco un ejercicio de exilio dorado: digamos que si la intelectualidad de contra Franco vivíamos mejor lo reclutó y luego lo soltó como desgracia social, resultó que décadas después, hasta el pasado jueves, Panero era el busto parlante de tantas y tantas cosas que arrecian con la crisis y a las que él, desde su atalaya callejera o como paciente eterno, daba visibilidad.