Que un político tenga un sabio de muleta no es garantía de nada, pero a veces aristocratizar el poder de decisión es más efectivo que crear comisiones, subcomisiones, congresos o asambleas. En el asunto de la reforma fiscal y la puesta en escena del catedrático Manuel Lagares no queda más remedio que hablar de bálsamo: este señor de aspecto venerable, curtido en los refinamientos de la contabilidad nacional, resulta más fiable que una generación que ha cambiado el servicio público por viajar una o dos veces al año a un paraíso fiscal para colocar las comisiones en cuentas opacas. La decrepitud intelectual de los partidos, la entrega de sus coroneles al ejercicio del peloteo, la permanente carcoma por alcanzar un puesto seguro en la próxima candidatura, los movimientos internos para crear cortafuegos contra la renovación... Todo ello, más el contagio de las corruptelas, nos llevan a mirar con cierta esperanza, curiosidad y simpatía a un profesor de 73 años que no encaja entre los arribistas al uso, y del que los ciudadanos esperan que influya para cambiar situaciones tan bochornosas como la un Bárcenas al que le toca que la Agencia Tributaria le devuelva.

Hay sabios que quieren estar en primera línea de fuego y que aceptan un despacho al lado del primer ministro, de manera que la ideas del gobernante y las del experto se fusionan sin que haya posibilidad de hacer distingos. El influyente consejero es observado con lupa por la jerarquía del partido, que suele ver sus maléficas intenciones en los criterios cada vez más subjetivos de un presidente. A Lagares, que no tiene despacho al lado de Rajoy, se le asimila con el think tank de Aznar, que promueve una bajada de impuestos revitalizadora. Al afable catedrático de Hacienda Pública, no obstante, le dan igual las etiquetas, y dice (como presidente del comité de expertos) "nosotros proponemos y los gobernantes son los que deciden". Ni Montoro ni De Guindos han abierto la boca, pero la ansiedad electoral ya corre por la sangre: el secretario de organización del PP, Carlos Floriano, anuncia que doce millones de españoles se beneficiarán de la bajada de impuestos. Más o menos así entran lo diagnósticos disciplinares en la maquinaria de los partidos para ser deglutidos y acabar convertidos en masajes publicitarios.

La convivencia entre el oportunismo y la reflexión sosegada del sabio da lugar a desencuentros. Lagares, sin ir más lejos, se contentaría con que sólo un diez por ciento de sus propuestas alcanzase el aprobado por el puzle de intereses que confluyen en la realpolitik. Otro obstáculo que influye en esta autoestima tan baja procede, cómo no, de la decadencia de la economía como ciencia capaz de definir escenarios, de impartir soluciones ante los grandes problemas sociales y las crisis de larga duración. La palabras del Nobel Kenneth Arrow, nada menos que con 93 brillantes años a sus espaldas, serían insoportables para el clásico político que tiene que vender algo a toda prisa para rebajar las cifras del paro: "La capacidad de un Gobierno para controlar la economía es limitada. El buen pronóstico no es el que dice si lloverá, es el que dice las probabilidades. En la economía ni siquiera entendemos los fundamentos de cómo un consumidor reacciona a los cambios de los precios o cómo las empresas los modifican. Tenemos teorías, pero es muy difícil. Cuesta saber incluso lo que ocurre en un momento dado".

¿Cómo puede España recaudar lo suficiente para mantener su Estado? Me imagino que el encargo que se le ha hecho al comité de expertos va en este sentido, y a partir de ahí el asunto tan prosaico (y complejo por inabordable) de si los que ganan más deben pagar más impuestos, sensación inmarchitable que padecemos los españoles desde que se descubrió que Lola Flores no pagaba a Hacienda. El sabio, que no es un demagogo, expone la antigüedad de la nación en lo que se refiere a su leviatán hacendístico, al que compara con un queso gruyère perforado por agujeros en los que conviven, de manera intercomunicada, bonificaciones, deducciones y bicocas de las que se benefician los que no se tienen que beneficiar. Dice Lagares: "Lo segundo imprescindible es no actuar contra la actividad económica y hacer justicia. El primer principio de justicia es hacer que los que sean iguales paguen como iguales. Eso significa: no exenciones, no privilegios. Todo el que tenga 100 de renta tiene que pagar igual que otro que tenga 100".

Ahora falta conocer, tras el ruido, para qué sirve un sabio y qué trascendencia le da el Gobierno a su diagnóstico. Los españoles tienen la impresión de que hay una élite que ha creado una superestructura, con sus asesores legales, para salvar sus fortunas del fisco. Y como consecuencia de ello son los asalariados, los que tienen una nómina, a los que en pulcritud se les debe llamar grandes contribuyentes. Todo el mundo sabe que la percepción social no es desafortunada. Hasta el venerable sabio lo confirma desde su conocimiento. ¡Ojalá no sea necesario traer a otro hombre de ciencia que diga lo mismo!