Habría querido evitar repetir esa vieja tontería atribuida a Henry Kissinger de que no sabría a quién llamar en Europa en caso de que tuviera que hacer una llamada. Pero es más que evidente, por no decir dramática, la ausencia de una política exterior común europea.

Lo hemos visto una y otra vez con cada crisis que ha estallado cerca de cualquiera de sus fronteras: cada país miembro defiende por encima de todo sus propios intereses y trata de sacar tajada si es que puede.

Hemos visto a Francia y al Reino Unido demostrar su espíritu belicoso de antiguas potencias coloniales interviniendo con fuerza en Libia junto a Estados Unidos y otros aliados menores para acabar con un régimen que resultaba incómodo mientras la mayor potencia económica del continente, Alemania, se hacía una vez más la remolona.

Hemos vuelto a ver a Francia, esta vez bajo un gobierno socialista, jaleado por los ideólogos del supuesto intervencionismo humanitario como el inevitable Bernard-Henri Lévy, intentar arrastrar a una aventura sin duda desastrosa en Siria a una Casa Blanca esta vez más que reacia o enviar sus tropas más curtidas al corazón de África para poner allí orden.

Lo tenemos ahora en la crisis de Ucrania, donde el mayor o menor deseo de darle a la Rusia de Putin su merecido por anexionarse Crimea depende de las relaciones económicas, comerciales o financieras que tiene cada capital europea con ese país.

Y está claro que la dependencia alemana del comercio con Rusia, incluido su abastecimiento energético, o la del Reino Unido, con tantos oligarcas como viven en Londres, no es la misma que la de España o Portugal. Como tampoco es igual el miedo que puedan inspirar Rusia a sus vecinos como Polonia o los bálticos, que estuvieron en el pasado bajo su férula.

Pero, aun reconociendo esas diferencias de intereses y preocupaciones, ¿es que nadie que no sean los estadounidenses, que tienen lógicamente otros intereses, está pensando, por ejemplo, en hasta dónde se pueden llevar las fronteras de la OTAN sin provocar innecesariamente a una Rusia humillada y sin que una actitud de prudente autocontención sea inmediatamente tachada por algunos de "peligroso apaciguamiento"?

¿Hasta cuándo vamos a aguantar que una diplomática estadounidense, esposa del historiador neoconservador de ese país Robert Kagan, se permita decir, aunque sea en una conversación privada, "Fuck the UE" (Que se joda la Unión Europea)?

¿Hay alguna visión estratégica, alguien que defina los intereses no de cada país por separado sino del conjunto? ¿Alguien que decida qué hacer con el Magreb o con el problema israelo-palestino, cuya falta de solución alimenta el odio de tantos, y no sólo en el mundo árabe sino también entre los inmigrantes musulmanes que viven entre nosotros?

¿Cómo es posible, por ejemplo, que la UE aceptase en su día nombrar representante del Cuarteto para Oriente Próximo a alguien como el ex premier británico Tony Blair, cuyas relaciones especiales con Israel le hacen más que sospechoso a ojos de los palestinos?

¿No tenemos nada que decir que no sean palabras vacías sobre lo que ocurre en África y el Magreb los países del Sur, que somos los primeros en soportar los "daños colaterales" de los conflictos que allí se producen y que se traducen en decenas de miles de emigrantes y refugiados que llegan diariamente a nuestras costas?

¿Vamos a contentarnos con una Unión que -como han deseado siempre los británicos y algunos otros- no sea mucho más que un espacio privilegiado de libre comercio donde mientras está permitida la completa libertad de movimiento de capitales se busca poner trabas a quienes emigran en busca de trabajo?

¿Cómo aceptar sin más una Unión Europea donde algunos países han llegado a proponer la expulsión de ciudadanos comunitarios al cabo de unos meses si no han conseguido encontrar en ellos trabajo? ¿Para qué sirve entonces ese pasaporte de tapas rojas? ¿Quo vadis -a dónde vas-, Europa?