14 de abril. Leo los mensajes de centenares de tuiteros ebrios de republicanismo. Muchos se repiten, claro. Esta nube de entusiasmo reivindicativo descarga como una tormenta imaginaria, irreal, una tormenta de efectos especiales y ni un solo rayo que ilumine nada. Por ejemplo, seguro que ustedes conocen la sentida exhortación a ser ciudadanos, no súbditos. Deja usted el móvil sobre la mesa (o mejor, se lo mete en el bolsillo, de donde nunca debería salir) y echa un vistazo alrededor para detectar súbditos. Por supuesto, no verá usted ninguno. Hay gente puteada (la mayoría) y gente que se dedica a putear (ahora, malditos sean Acenoglu y Robinson, los llaman con reiteración mareante élites extractivas) pero súbditos no ve ninguno. Precisamente la Constitución de 1978 -que consagra una monarquía parlamentaria- define el régimen que durante el mayor plazo de tiempo ha acercado más, política y jurídicamente a la condición de ciudadanos a los españoles. Es ciertamente incómodo, pero qué le vamos a hacer. Ocurre lo mismo con la referencia a la II República. Los primeros interesados en desmitologizar la II República -es decir, en diagnosticar sus errores, torpezas y estupideces, resumidas en esa terrible realidad de que la república en sí, como régimen, no le interesaba a la inmensa mayoría de las fuerzas políticas en liza- deberíamos ser los más interesados en la llegada de la III República. Pero no es así.

La defensa de la república como forma de Estado y del republicanismo como filosofía política no puede basarse en la alergia a las cacerías de elefantes o al asqueado rechazo a los costes del mantenimiento de palacios, pabellones y yates veraniegos. Las instituciones republicanas o sirven para intensificar y garantizar los valores que le deben ser propios -virtud cívica, participación pública, deliberación, libertad, autogobierno, laicismo, respeto a la autonomía del individuo- o carecen de cualquier sentido y no ganan interés simplemente por desplazar coronas, cetros y toisones. En todo caso no basta para una venidera república fantasear con un jefe de Estado elegido democráticamente o introducir en una hipotética constitución recetas mágicas como una renta básica universal. Sustituir simplemente una testa coronada por un político profesional no variará un ápice el déficit democrático, la creciente desigualdad o los graves problemas institucionales que padecen las Españas y que la crisis financiera y económica ha desnudado brutalmente.

Lo mismo ocurre con los valores más acrisolados de la tradición republicana -virtud, participación, deliberación, libertad, autogobierno laicismo- en los últimos treinta y cinco años si se los compara con cualquier otro régimen político de la historia de este país.

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