El tiempo tiene finitud? El tiempo de vida sí tiene su ciclo vital. Sin embargo, el tiempo tiene existencia en tanto se tenga vida. A simple vista, una obviedad. Las fuentes discurren mientras no se agoten los caudales de su nacimiento. El caudal de cada persona son sus propios sentimientos, que emanan del corazón y la memoria. ¿Y qué es la memoria, hasta dónde llegamos con ella? Freud consignaba: "En el insaciable deseo de penetrar en el conocimiento de todo lo que le rodeaba y hallar con fría reflexión el más profundo secreto de todo lo perfecto condenó la obra de Leonardo a permanecer siempre inacabada".

Nuestro paso por la vida es más o menos así. Hacemos cosas, vivimos momentos y circunstancias, no todas a plenitud. Es como una sinfonía inacabada. Por mucho que hagamos nunca lo haremos todo. Son páginas de una pequeña o gran historia que, eso sí, quedan imborrables. Como subir a una gran montaña: desde arriba veremos cosas que no acertamos a percibir a pie de tierra. Como nubes que pasan. Obscurecen el día y de pronto el sol brota de nuevo, resplandeciente.

Disculpen estas evocadoras reflexiones. Nos vienen pensando en lo que fue esta ciudad, Las Palmas de Gran Canaria, siglos atrás, y la gran urbe que es ahora. Una vez rota la franja costera y encaramarse hacia arriba, Schamann, Siete Palmas... fue cambiando radicalmente. Cuando arribamos por primera vez al ámbito capitalino (1934), en los viejos coches de hora de Melián, traspasada la Cuesta de Silva y entrando por el Camino Nuevo (Bravo Murillo), Las Palmas no pasaba de rango de pueblo grande. Rondaba los 100.000 habitantes. Aún las calles eran barridas al amanecer con coches cubas y los periódicos voceados en las vías públicas. Una sintonía extraña que se coló en nuestro espíritu, marcándonos para siempre. Incluso a diario, en un modesto fotingo, el periódico era llevado a las puertas de cada domicilio, pasando por Arucas, Guía, Gáldar, en todo el recorrido de la carretera del Norte hasta Agaete.

Una ciudad tranquila, sencilla y apacible. El recuerdo retrocede y comparada la situación con los estruendos de hoy, casi se nos ponen los pelos de punta. Tampoco valen comparaciones. Por aquella época -siempre memorable, porque la juventud no en vano es divino tesoro- no había ni de refilón las ostentosidades de nuestros días. Una exigua plantilla de guindillas (guardias municipales) hacía lo que podía con sus rudimentarios medios. Recordamos que siendo alcalde de nuestra ciudad Franito (Francisco Hernández González, prestigioso abogado), implantó patrullas en bicicletas. Por entonces, los vehículos a motor eran un lujo. El Ayuntamiento no disponía sino de un modesto vehículo para toda la corporación.

Y lo que son las cosas: a veces se retrocede en el tiempo. Ahí tenemos, en plena proliferación de vehículos motorizados, un nuevo servicio de vigilancia ciudadana, que no sabemos qué eficacia va a tener, de ¡patrulleros en bicicletas! Será a modo de rememoración, como la estatua de Lolita Pluma en el Parque de Santa Catalina, por donde en la actualidad (loado sea) afloran cruceristas a porrillo, reviviendo lo que fuera el recinto de las mil banderas, entrañable evocación de Orlando Hernández en Catalina Park.

Es así como podemos traer a la memoria ese tiempo que fue y, venturosamente, no se ha ido, ligado a un largo ciclo que nos ha permitido seguir, paso a paso, la maravillosa evolución de esta hoy gran urbe atlántica, anclada entre tres continentes, como insistentemente signara un poeta y escritor de tan alta sensibilidad como José Quintana. Cuyo nombre, al igual que otros muchos arrinconados, parecen -intencionadamente o no- llevados al ostracismo. Enumerarlos, aun de la forma más somera, llenaría páginas enteras. Grandes injusticias y arbitrariedades propias de la voluble condición humana.

Esta ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, en la que residimos desde 1945, tiene grandísimas historias, empalidecidas, que definieron su desarrollo y existencia en lo que concierne a su evolución humana y urbana, que han marchado al unísono, como parte de un ser, conforme se plasma en la obra de Alfredo Herrera Piqué Las Palmas de Gran Canaria (primero y segundo tomos) y que asimismo pudiéramos ver reflejada en la inspiración de nuestros enaltecidos escritores y poetas, a los que se les hacía corto el horizonte.

Sirva de colofón y homenaje este verso de Alonso Quesada (Poesía Canaria. Antología, Lázaro Santana, 1969): Amanecer de octubre,/ La playa tiene/ la vanidosa gracia/ del arco iris,/ Ha caído del cielo/ esa lluvia infantil y tímida/ que no quiere llegar al invierno/ porque aún tiene rayos de sol que la acarician./ Todo el amanecer/ es de una extraña pureza antigua,/ El arco Iris/ con una brillantez de alegoría/ curvaba con su seda al vientre enorme/ del agrio nubarrón que encadenaba al día./ El mar es como un sueño de mañana.

Soñar es eso: revivir. Vivir dos veces la vida, volviendo la mirada atrás. Por esto el ensueño de la vieja ciudad, con pasajes tan idílicos como este: "Alameda de Colón, donde se reúne todas las noches de jueves y domingos, en que toca la banda municipal, lo que en hombres y mujeres, galanes y señoritas es la flor y nata de Las Palmas" (Luis Morote). Muy distinta la bulliciosa eclosión multitudinaria de ahora, en eventos escandalosos. No permitamos salir malparados, comparativamente, aun considerando las evoluciones imparables de la sociedad. Es obligación ineludible y responsable de los munícipes y de cuantos en ella habitamos, cada uno con su parte correla-cionada.