Lamentablemente, gran parte de esta juventud que me ha tocado vivir y oír no tiene el más mínimo respeto a nada ni a nadie y, entre ellos mismos, la ordinariez, las palabras soeces y la total vulgaridad hacen presencia en cada uno de los minutos de sus vidas. Afortunadamente no todos los jóvenes de hoy son así de gamberros, porque también son muchos (y conozco a tantos) con los que da gloria y hasta regocijo tener una charla con ellos. Pero me refiero al primero de los dos grupos de jovenzuelos.

Hablar con estos jóvenes, al menos para mí, se me ha hecho más complicado que celebrar una boda en nuestra propia casa, porque de sus frases ininteligibles y de sus palabrotas no se libra ni una mosca, con un lenguaje falto de consistencia gramatical y, por supuesto, educados en los peores modales. Así es que verlos desde lejos y en grupo me asusta y angustia tanto como el anuncio de un ciclón.

Qué duda cabe que la buena educación nace en la familia y que está meridianamente claro que tal ausencia está a la vista en estos chiquillajes. Quiero ser justa en esta reflexión y espero y deseo llegar a ello si la sangre se me queda en horchata de chufas o a punto de ebullición. Mi relato pondrá el punto a tal deseo. Ya veremos.

Hace unos días, sin ir más lejos, en la puerta de una mercería donde servidora compro útiles para coser y bordar, una jovencita hablaba por el dichoso móvil y, o bien se reía en las propias narices de las clientas o estaba haciendo honor a que era más tonta que los tontos. Canaria y bastante vulgar, salpicaba con algunos insultos a un común amigo de ella y de su interlocutor con frases como, "a mí me la suda si no quiere ir, tío", "allí nos vamos a pegar unos tanganazos de ron que vamos a alucinar por coj?", "pues que se vaya a la m? y que se jo? si no quiere venir con nosotros", "pues que se quede en su pu? casa", etcétera. O sea, que además de carecer de discreción alardeaba de adornarse con las plumas de la ordinariez, mientras las sufridas clientas que allí esperábamos con paciencia nuestro turno tuvimos que tragarnos aquel racimo de irrespetuosidades que clamaban al cielo.

Indignada, pensé que de igual modo que existen las multas de tráfico, debería de haberlas también para este tipo de ciudadanos que tendrían que lavarse la boca con lejía y jabón antes de hablar así en público, porque los demás no tenemos por qué oír a estos desgraciados que son y serán así de la cuna a la sepultura. Vamos, digo yo.