Además de su relativa repercusión sobre la opinión pública, los premios Nobel de economía tienen la curiosa virtud de generar cada año un interesante debate interno entre los economistas académicos sobre los méritos y deméritos del galardonado, su grado de merecimiento y lo que supone el reconocimiento para la rama de la ciencia económica en la que trabaja cada uno. Estos días las charlas de café, los corrillos de pasillo y algunas clases de nuestras facultades, además de los omnipresentes foros de internet, se llenan con el nombre de Jean Tirole, un economista francés de 61 años, algo tímido, con aspecto de despistado y voz poco sonora, cuyo trabajo ha merecido el reconocimiento del Banco de Suecia.

El nombre de Tirole se encuentra unido a la economía industrial, una parte esencial de la teoría económica moderna que estudia el funcionamiento de los mercados. Esta disciplina se centra particularmente en los mercados donde no existe competencia (es decir, la mayoría) describiendo su estructura (el poder de las empresas), analizando su comportamiento (por ejemplo, las reglas que se utilizan para fijar precios, decidir el lanzamiento de nuevos productos o contratar trabajadores) y, sobre todo, valorando los resultados que se obtienen, tanto en términos de eficiencia como de equidad. Tirole transformó profundamente la economía industrial; como buen matemático, la convirtió en una disciplina técnica y rigurosa, con gran capacidad predictiva, pero provista también de instrumentos capaces de formular recomendaciones concretas de política económica. Su libro La Teoría de la Organización Industrial, publicado por primera vez en 1988 durante la década que pasó en el MIT, sigue siendo considerado, sin apenas cambios, el principal texto de referencia en los estudios de economía en las mejores universidades del mundo.

Haciendo gala de una enorme productividad y de una perspicacia poco común, en 1991 escribió otro libro de texto -esta vez con Drew Fudenberg y sobre teoría de juegos- que supuso la consagración definitiva de esta técnica matemática en el análisis de las relaciones estratégicas en economía, una idea que merecería años más tarde otro premio Nobel, aunque en la persona de John Nash (1994).

No contento con ello, junto con su gran amigo y mentor, Jean-Jacques Laffont, Tirole publicó en 1993 el que probablemente sea su libro más influyente, A Theory of Incentives in Procurement and Regulation, donde se realiza una profunda y metódica disección de los mecanismos de regulación de monopolios y del papel que pueden (y deben) desempeñar las autoridades regulatorias sobre ellos en un contexto donde la información es asimétrica y los incentivos constituyen la herramienta crucial para lograr los mejores resultados para la sociedad. Sin este libro, hoy en día no sería posible entender el funcionamiento de mercados como las telecomunicaciones, la energía o los transportes.

En definitiva, Jean Tirole no sólo ha sido un pionero, sino también un líder de equipo con la habilidad de crear y repartir juego entre sus colegas. Sus contribuciones más recientes y las de sus discípulos se extienden actualmente no sólo a las industrias tradicionales, sino también a las finanzas, la banca y otros servicios. Además, Tirole ha conseguido convertir a su universidad, situada en una ciudad francesa de provincias -Toulouse - en un centro de referencia mundial de la enseñanza en economía, una lección muy interesante que probablemente no haya sentado demasiado bien en el mundo académico americano y que tal vez explique por qué se ha tardado tanto tiempo en reconocérsele con el Nobel.

En cualquier caso, este año hay poco debate en los corrillos universitarios. Tirole se merece el premio no sólo por sus libros, sino también por sus más de 180 publicaciones en revistas científicas de primer nivel y por figurar desde hace años en las listas de autores más citados por sus pares. Si existiera un balón de oro de la economía, Jean Tirole lo ganaría durante varias temporadas seguidas. Probablemente no marcará tantos goles como Messi, pero lo que sí es cierto es que el impacto de su trabajo afectará de un modo más duradero a millones de personas que compran y venden productos y servicios en mercados cuyo funcionamiento conocemos mucho mejor gracias a la economía industrial.