No soy dado a escribir o tratar temas teológicos o de proselitismo hacia una determinada corriente religiosa o ideológica. Creo que nuestra propia libertad, nuestro libre albedrío deberían ser quienes elijan.

El papa Francisco, esa rara joya humana que ha llegado a Roma procedente de Argentina, dijo, en su reciente visita a Albania, que "matar en nombre de Dios es un sacrilegio". Es de sentido común que lo dijera uno de los pontífices más coherentes con la primigenia idea del cristianismo que ha tenido la Iglesia católica en los últimos tiempos.

Desde que Jesús desapareció de la faz de la Tierra, muchos de sus seguidores se han empeñado en fomentar la división y el odio y, además (esto es lo más triste) en lograr enfrentamientos de todo tipo con el resultado de muertes, torturas, cismas, excomuniones, persecuciones y, claro está, violación de los derechos humanos.

Siempre ha habido los "extremismos", a los que se refería el Papa, y fanáticos que han querido imponer sus ideas religiosas a sangre y fuego, sin tener en cuenta el derecho de los seres humanos a elegir libremente.

Las tópicas palabras infieles, paganos, herejes, disidentes y otras más esgrimidas por dirigentes religiosos y las masas de seguidores, han servido para exacerbar los ánimos y conducirles a horribles matanzas. De todo ello tenemos evidentes pruebas a lo largo de la historia. Las Cruzadas, las persecuciones a herejes, paganos o infieles, las expulsiones, los enfrentamientos entre grupos llamados cristianos, "las guerras santas", etc. no solo han ocurrido en el pasado, sino que afloran todavía en distintas partes del mundo sin que hayan servidos para nada esas desastrosas experiencias. Puede que las diferentes facciones cristianas existentes se enfrenten en discusiones dialécticas o de reivindicaciones de autenticidad, que no producen daños físicos, o que se consideran racistas, a pesar de que para Dios todos los seres humanos somos iguales. Pero en el mundo están surgiendo otros peligros mucho mayores como los que protagonizan grupos fanatizados que han surgido, como Boko Horam, (en Nigeria y otras naciones africanas) los yihadistas, el grupo filipino Abu Sayyaf, Al-Qaeda o los promotores del Estado Islámico, que tantos quebraderos de cabeza están trayendo a los países occidentales y que ponen en peligro la estabilidad de determinados lugares de la Tierra y a la misma economía.

En el África subsahariana, el islamismo avanza a pasos agigantados, por las buenas o por las malas, como una reacción a lo cristiano y occidental. Se sigue matando, aterrorizando a infieles "en nombre de Dios", como un regalo que se hace a quien tanto dicen adorar. Se aplica la "sharía", se discrimina a la mujer, se lapida a las adúlteras, se cortan las manos a los ladrones, o se decapita a los reos de muerte, sin más contemplaciones. A veces, estos actos se realizan se realizan en países con gobiernos despóticos, pero que son amigos de algún que otro país "civilizado" occidental o emergente de la tierra. Se hace la vista gorda y se tolera para no molestarles ni meterse en "asuntos internos", porque tienen petróleo u otras riquezas.

Todo ello parece absurdo en seres que se dicen "racionales", pero sigue existiendo. Es el colmo de la insensatez humana. El papa Francisco dijo que extremistas ocultos bajo las capuchas del fanatismo "utilizan la religión como coartada de sus crímenes". Lo expresó delante de líderes católicos, ortodoxos y musulmanes albaneses, añadiendo que "discriminar en nombre de Dios es inhumano". Por cierto, este país podría servir de ejemplo de tolerancia y de unidad nacional para el desarrollo y progreso, aunque haya tenido el hándicap de un pasado tortuoso y la intolerancia de los dictadores Enver Hoxha o Ramiz Alia. Pero también es la patria de una persona ejemplar: la madre Teresa de Calcuta.