La interpretación de resultados del "proceso participativo" de Cataluña es restrictiva o triunfalista, según las posiciones de lectura. Un término medio estaría en considerar importante, pero no decisiva, la participación de un tercio del electorado posible. Dentro de ese tercio, no todas las papeletas han sido independentistas, lo que perfila aún mejor las dimensiones de la opción. Las dificultades para votar (escasas mesas, advertencias legales. etc.) no deben opacar la hipótesis de que, ante la primera oportunidad de manifestar individualmente una militancia radical, hayan votado todos, o casi todos los ciudadanos que la profesan. Pero es evidente que los resultados proclamados lo son como artículo de fe, dada la absoluta falta de garantías, de controles y de contraste. Habría que verlos en una votación en forma.

Esa votación, la de un "referéndum acordado", es la que propone Artur Mas a Rajoy para volver a hablar y negociar. No debería de hacerlo con arrogancia excluyente ni agitando como amenaza la alternativa de las elecciones plebiscitarias, pues tales condiciones inciden en lo que el jefe del gobierno español no puede aceptar sin hundirse. Tampoco conviene al catalán dejase emparedar entre las paredes del "no" estatal y el aviso de Junqueras de rechazar todo proceso que no desemboque en la independencia. Entre dos maximalismos, el papel de Mas tendrá que ser moderador si pretende algo práctico y realista. Rajoy no puede exponerse a cargar con la responsabilidad histórica de la separación de Cataluña, ni Mas exponerse al aislamiento internacional y la bancarrota por ineficiencia en la negociación que conviene a su comunidad, no a su ego.

El presidente español puede relajarse hasta cierto punto a la vista del resultado del 9N, que describe la mayoría dominante en una fracción minoritaria del electorado. El independentismo catalán ya se parece mucho, como pretendida "revolución pacífica", al de Quebec y Escocia, que pierden y seguirán perdiendo a pesar de tener más clara la perspectiva económica. Y el presidente catalán no debería precipitar nada hasta explorar -e influir en ellas- las posibilidades de una reforma constitucional que el PSOE propone con razones de mucho peso, tal vez merecedoras de apoyo multilateral. El 9N sólo ha confirmado lo que ya sabíamos: que un tercio de los catalanes quiere independencia. Las cosas están más o menos como estaban, pero invitan a un diálogo menos sordo que el habido, en el que tendrá el mayor valor la confluencia de las principales fuerzas democráticas y la extensión del marco reformista a la medida del cambio esencial que el país requiere.