Cuando arreciaron los motines en Madrid contra el marqués Esquilache, su ministro, Su Majestad Carlos III, quizás esbozando una sonrisa indulgente, no pudo menos que decir: "Mis súbditos son como los niños, que lloran cuando se les lava". Esta severa benevolencia desde el poder sigue practicándose hoy, ahora mismo incluso, en este centelleante lodazal que está a punto de convertirse en una crisis de Estado. En un sistema democrático lo que cabe exigir a los gestores públicos son diagnósticos precisos de los problemas políticos, económicos y sociales que nos acucian y propuestas para resolverlos. Pero sobrevive el concepto y la praxis del poder como tribuna moral desde la cual impartir enseñanzas y decálogos: un préstamo retórico, a buen seguro, de los felices días de la alianza entre el Trono y el Altar. Y los relatos que vertebran discursos e intervenciones de los responsables políticos se infectan así de advocaciones al espíritu de sacrificio, al imperativo de la innovación, a las virtudes de la disciplina, el servicio y el esfuerzo, que se verán recompensados en un futuro promisorio y feraz, porque si todos somos honrados, ¿qué nos puede ocurrir?

Hace unos días leí un artículo que llevaba al delirio este viejo hábito del sermoneo porque yo lo valgo. Bajo el título de Juego limpio, el presidente del Cabildo de Tenerife, Carlos Alonso, encontraba con una prosa escolar la clave de un problema tan grave como la corrupción política: lo mal que educamos a nuestros hijos. Sí, como lo leen: "¿Hemos educado -o lo estamos haciendo- a nuestros hijos en los valores de la austeridad y la rectitud? No. ¿Les estamos dando los ejemplos adecuados para que sean el día de mañana ciudadanos responsables? No" A partir de esta dramática constatación, Alonso extrae lo que, a su juicio, resulta un inevitable corolario: si los niños ven a sus padres gritándose, si los descubren saltándose malévolamente un semáforo, si disfrutan de programas violentos en televisión, si se llevan los bolígrafos desde el colegio, estamos creando un corrupto en potencia. Luego lo nombras, con la mejor intención, director financiero de Simpromi, o gerente de Bodegas Insulares, y pasa lo que pasa. Afortunadamente el consejero de Agricultura y la gerente de Simpromi disfrutaron de una espléndida educación que hace innecesaria la ordinariez de sus ceses.

Alguien debería explicarle a Alonso que no se le paga por enseñarnos a educar a nuestros hijos ni por lanzarnos filípicas infantiloides. Ya que evidentemente no está dotado ni para el articulismo legible ni para el análisis político o sociológico, que se dedique a gobernar. Si no es molestia.