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Javier Durán

Opinión

Javier Durán

Es cierto, ocurrió

En las muchas visitas que he hecho al Museo Canario he querido ver al doctor Chil y Naranjo con su levita y su brocha para limpiar cráneos entregado en el santuario en buscar la esencia de la cultura aborigen de la Isla. Entre esas paredes de siglos me he imaginado al médico y mecenas pasando consulta como lo hacían los galenos de antes, con ojo clínico. He sentido bajo las columnas del patio las voces graves de unas personas que se pasan entre ellas el último hallazgo. O que mantienen la vista fija, permanente, sobre las cuencas de los ojos de una momia descubierta en una cueva de Ayagaures, envuelta con atadura firme en capas y capas de pellejo... Pero lo que nunca me pasó por la cabeza es encontrar, cual objeto de una sibilina máquina del tiempo, a toda una consejera de Cultura del Gobierno de Canarias, con toda seguridad Inés Rojas, en desanimada tertulia con el ilustre y solemne prócer, hastiado, consumido y ojeroso por culpa de la desidia pública con el tesoro que había reunido a lo largo de su vida, y que dejó para la posteridad en una testamentaría para disfrute general y para engrandecer la cultura de sus conciudadanos, sumidos, por otra parte, en el analfabetismo puro y rudo, aparte de en una lacerante tasa de pobreza.

La responsable del Gobierno regional venía de Tenerife, de intervenir en el Parlamento con una defensa ante el PP de las negociaciones suyas con el doctor Chil, al que, según parece, le iba a aflojar unas perras para el equipamiento del edificio de la ampliación, aunque envuelto en una telaraña por la falta de fondos para estanterías, paneles, pantallas y otras tecnologías punta de conservación. Desde la altura del corredor interior pude observar la estéril charla, iluminada por el rostro escéptico del galeno y la verborrea inacabable de la consejera, sólo interrumpida cuando sorbía con deleite el café en una fina taza de porcelana inglesa. El doctor Chil, afectado por el reuma, agigantado por la humedad que se colaba calle arriba desde el mar, se tapaba las piernas con una pesada manta de lana. Su silencio perturbaba a Inés Rojas, tanto que ella se entretenía mirando los objetos del escritorio, las tijeras con empuñadura de hueso, una lupa tremenda con un mango peludo, un cenicero con forma de pata de mamífero, unos anteojos redondos con montura de plata, un estuche de piel muy usado... Y sobre todo quería ver (ya lo había olido hasta la saciedad) el intenso olor que le entraba por la nariz, producto de unas hierbas que su interlocutor quemaba en un recipiente de latón. ¿Romero? ¿Eucaliptus? No se atrevía a preguntarle. Poco a poco, sin palabras en el ambiente, empezó a tener un sueño pesado, una modorra que la llevaba a través de cabezas desnudas, algunas con restos de pelos; pasillos y más pasillos con hombres vestidos con batas blancas.

La despertó el sonido de una campanilla y una voz: "La espera Diego López, el gerente del Museo Canario"

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