Hay una forma de degradación moral que llega cuando ya estás de mierda hasta las orejas y es convertirte en la caricatura de un corrupto. Ni siquiera eres ese triunfador caído en el lodo putrefacto mientras esbozas una sonrisa jactanciosa o imploras compasión porque esto, señoría, no es barro, sino mis propias lágrimas por tanta vejación y tanta ignominia. Has dado un paso más y hasta has conseguido corromperte como corrupto. Las condenas a siete y cinco años de cárcel que la Audiencia de Las Palmas ha impuesto a Francisco Rodríguez Batllori y a Dimas Martín son literatura judicial, pero también antropología cultural. Un exconsejero del Gobierno pidiendo auxilio económico a un expresidente del Cabildo que, pese a estar enchironado por la comisión de varios delitos, ejercía todavía mero y mixto imperio sobre sus compañeros de partido. Ahí estaba don Dimas Martín, instalado en Tahíche como un veraneante en un apartamento chiquitito, pero coqueto, y durante los turnos de visita se acercaban consejeros y concejales para intercambiar pareceres, solicitar consejos, recibir instrucciones, tomar diligentes notas mientras se les servía café y galletitas. El visitado disponía de móvil y de ordenador con conexión a Internet. ¿Cuánto tiempo duró este amistoso fulaneo? ¿Hasta la desintegración del PIL, hasta que estuvo claro que el señor Martín no saldría de la cárcel pasado mañana por la tarde, hasta que no renovó el contrato con Ono? Difícil concretarlo. Pero fueron los años en los que Lanzarote se hundió en el cenagal de la ignominia política, con más de 200 cargos, empresarios y funcionarios incursos en investigaciones judiciales. Un chiquero infecto al que, al parecer, nos hemos acostumbrado. Lanzarote vive instalada en un estado de excepción democrática permanente y ninguna de las fuerzas políticas de la isla ha asumido en su agenda como prioridad la lucha contra una corrupción que lo ha contaminado todo. Un sistema de corrupción y latrocinio que, en su momento, contó con un amplio beneplácito social y electoral entre los conejeros, porque intuían que de las prácticas corruptas podrían beneficiarse todos: los que robaban -y sobre todo Martín- tenían su corazoncito. Si quieren ver los resultados de un populismo de laboratorio no es necesario leer a Ernesto Laclau: basta con visitar Lanzarote.

El corazoncito de don Dimas lo perdió en sus relaciones con Rodríguez Batllori. No se lo tomaba muy en serio, pero el exconsejero de Trabajo, ahora simple funcionario, lo consideraba su último amigo. Chicos, denle algo para taparle la boca, decidió Martín, cansinamente generoso. Funcionó la costumbre. Lo que hizo con Rodríguez Batllori es lo que hizo con los lanzaroteños durante media vida. Dinero tirado para nada. La corrupción de un corrupto.