El Carnaval ya tiene sus mogollones. La sensatez ha imperado en el último suspiro para asegurar la celebración de las fiestas nocturnas, en un ambiente de urgencias que no debe pasar desapercibido ni olvidado en futuras celebraciones. Las populares concentraciones nocturnas llevan más de una década en los tribunales, al tiempo que la ciudad se ha debatido en torno al derecho al descanso del vecino y su tradicional condición de foco para el ocio nocturno propio de una de las principales capitales del país. Pero toda crisis debe invitar a una reflexión posterior profunda, y esta edición de las carnestolendas, que finalmente sí serán las de las mil y una noches, marca un hito en la historia reciente de Las Palmas de Gran Canaria.

Es hora de recordar qué es el Carnaval, de dónde viene, en qué se ha convertido y hacia dónde puede discurrir en los años venideros. Y no sólo desde un punto de vista institucional, el de un Ayuntamiento que ha dado bandazos en los últimos lustros a la hora de gestionar un problema evidente: salvaguardar una localización estable para los populares mogollones. También el vecino puede hacer un sencillo balance de cómo ha evolucionado la celebración en la calle, y su propio ánimo de disfrutarla fuera del parque Santa Catalina, actual núcleo de la promoción del programa. Hablamos de la fiesta más multitudinaria de la ciudad, una de las más llamativas en el Archipiélago. En términos de organización, un verdadero coloso en dimensiones, impacto y capacidad de convocatoria.

Así, en 2014 fueron 700.000 las mascaritas que se sumaron a los eventos del plan festivo (un 25% más que en la edición anterior); 250.000 las que acudieron a presenciar las galas y concursos del programa; y 11.000, los participantes en estos espectáculos, en cifras redondas sobre lo difundido por el propio Ayuntamiento. Pocos lo tienen en cuenta, pero la producción del Carnaval, responsabilidad de la Sociedad de Promoción de la capital grancanaria, es una encomienda colosal, que demanda un importante esfuerzo colectivo para el promotor público y su personal, sin mayor premio que el de evitar un mal resultado ante el ciudadano y visitante y garantizar su seguridad en las celebraciones. Porque para las galas más importantes se cobra entrada, pero no por salir de fiesta en la calle, ni escuchar los conciertos en las noches de mogollón. No hay festival en Canarias que pueda equipararse a la puesta en marcha de un programa semejante, si se atiende al dato de los usuarios que lo disfrutan, el espacio que se ocupa o su duración, continuada en el tiempo.

Un Carnaval en Las Palmas de Gran Canaria cuesta más de 300.000 euros, a lo que hay que añadir el impagable apoyo de los patrocinadores y firmas privadas que aportan su contribución para que los festejos salgan adelante, y que no falten candidatas, grupos ni concursantes. En eso se ha convertido un acontecimiento que navegó en la clandestinidad durante el Franquismo, disfrazado, cómo no, bajo el apodo perverso de Fiestas de Invierno. Ya lo recordó el pregonero de este año, el inefable chancleta Tito Rosales, a la hora de animar al vecino a coger cualquier trapo y sumarse al Carnaval. Ponte tu mejor disfraz, tarareó Sindo Saavedra en el que es hoy su himno oficial. En eso consistió el asunto, en esencia, poco después de su legalización y explosión como gran acontecimiento de masas, entre finales de los años setenta y comienzos de los ochenta. Algo que supuso toda una liberación para el espíritu crítico de los ciudadanos. Las murgas se hicieron fuertes entonces como uno de los principales vehículos de una expresión popular antes cautiva. Y cualquiera, de repente, obtuvo la anhelada libertad para disfrazarse en la ambigüedad, la broma y el inefable "¿Me conoces, mascarita?" con el que vacilar al conocido. Ese, no hay que olvidarlo, fue el germen del invento.

Luego llegó el tiempo de Santa Catalina y la concentración de actos festivos en el Parque y su entorno, de manera oficial. Las galas fueron adquiriendo un mayor protagonismo, televisadas dentro y fuera del Archipiélago, y con añadidos de indiscutible aire renovador, como es el caso de la celebrada Gala Drag Queen, que capta la atención de millones de espectadores y potenciales viajeros en buena parte del norte de Europa, por ejemplo. Hoy, sin duda, estos espectáculos son la mejor promoción de la fiesta para atraer a un público peninsular o incluso extranjero para pasar unas semanas de invierno en la ciudad más poblada del Archipiélago, en un ambiente festivo y amable, rasgo que hay que esforzarse en conservar para nuestros carnavales.

Un entorno, el de la diversión en la calle, que reclama de forma evidente la aludida reflexión. Sin prisas, sin urgencias electorales, el próximo gobierno municipal, aquel que deba ser a partir de la primavera, tendría que plantearse de forma sosegada y con rigor qué tipo de Carnaval quiere y dónde. Y para quién, más allá del público más joven, que nunca falla y que incluso se ha incorporado con una fuerte presencia a las últimas cabalgatas. Los alrededores de Santa Catalina parecen asegurados para los chiringuitos del futuro, en función del último acuerdo entre Consistorio y vecinos. Aunque tampoco hay que olvidar que las carnestolendas coinciden ahora con la época fuerte de cruceros en la ciudad. Grandes barcos de recreo que ya traen a más de medio millón de pasajeros al año. Turistas que conviven junto al relajo nocturno en estas fechas, que bien pueden convertirse en mascaritas improvisadas o inquilinos temporales de la capital ajenos a la fiesta. ¿Estamos explotando las carnestolendas como atractivo adicional para el crucerista? ¿Evaluamos qué impacto tienen estos actos en un sector emergente, que ha posicionado de nuevo a la capital grancanaria en el mapa del turismo internacional?

Lo más deseable para la fiesta en sí, consolidado el plan de galas, sería recuperar parte de esa espontaneidad original que tuvo el primer Carnaval en la capital grancanaria. A ello puede contribuir el sector privado, no solo la administración, con la oferta de fiestas añadidas que ya organizan con mucho éxito algunos clubes sociales de profundo arraigo en la capital. Y también el vecino, el auténtico protagonista del invento carnavalero.

Mención especial merecen los grupos del Carnaval. Las murgas, por ejemplo, que viven un momento que bien podría catalogarse de histórico, con 21 formaciones participantes y cuatro noches aseguradas en el escenario de Santa Catalina, con llenos en la grada. Valoraciones aparte sobre el tino y calidad de las letras y sonidos de cada una de ellas, que gustos hay para todo, es indiscutible su actual capacidad de convocatoria. Son parte del músculo de la fiesta, de puertas adentro. También las reinonas, el rostro del Carnaval del Siglo XXI. Y las nuevas convocatorias en Vegueta y el casco histórico, como el llamado Carnaval Tradicional, que llena las viejas calles de talco e indianos de riguroso blanco en una noche cada vez más frecuentada.

Ese invento del Carnaval de Día organizado por el Ayuntamiento podría ser, igualmente, otro vehículo para atraer de nuevo a los festejos a un público con menos afán por trasnochar, pero con el mismo deseo de diversión. En horas de sol y con un adecuado respaldo de bares y restaurantes de la ciudad vieja o la playa de Las Canteras. Todo, en un programa que en los últimos ejercicios se ha reducido a tres semanas, cuando antes ocupaban más de un mes. Eso sí, con llamativos huecos en blanco entre gala y gala. ¿Es esa la duración que debe tener en adelante la celebración de Don Carnal en Las Palmas de Gran Canaria? Las principales fiestas españolas no suelen prolongarse más allá de los diez días, en esa dialéctica a la que parecemos abocados entre el descanso y la diversión nocturna en la vía pública. Su desarrollo, por otra parte, suele ser muy intenso y vivido, sin descansos, en una suerte de tregua ciudadana en la que solo vale agregarse a las convocatorias. ¿Estarían dispuestos los principales actores carnavaleros a un ajuste similar? ¿Y el público?

El celebrado acuerdo con los vecinos no tiene por qué detener al Carnaval capitalino en una instantánea congelada en el tiempo. Algunas de las cuestiones mencionadas han sido objeto de discusión en los pasillos del Ayuntamiento desde hace ya unos cuantos años. Y también son motivo de entretenimiento en las cafeterías o en la tienda de la esquina, en las que igualmente se debate sobre cómo tiene que ser nuestro Carnaval. Un evento que nunca ha dejado de mostrarse como un verdadero acontecimiento de masas, fuente de polémicas más grandes o pequeñas, pero imbatible ante el paso del tiempo y las dificultades sobrevenidas en su horizonte. Y lo seguirá siendo, porque carnavaleros, en esta capital y en la Isla, hay cientos de miles.