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Zigurat

Palabra de Papa

Tradicionalmente, en la Iglesia romana, la teología ha ido delante, en avanzadilla, intentando componer un credo que dé respuestas a los múltiples problemas que el ser humano se encuentra en su camino. Acontecimientos históricos, elementos que conforman la cultura de los pueblos, los valores que las sociedades atesoran y su forma de incidir en la sociedad de su tiempo, leyendo los signos y entendiendo su significado, son tareas irrenunciables.

En las ultimas décadas se han producido en muchas partes del mundo importantes acontecimientos que han posibilitado que la teología reflexioné sobre su papel en la iglesia y fuera de ella, en diálogo abierto con agentes sociales de toda índole, con un protagonismo político que en algunas partes del globo ha traído a la jerarquía de cabeza; con recordar la teología liberadora, el encuentro con otras confesiones o el ímpetu de las comunidades cristianas en lugares donde son perseguidos como en África, Asia u Oriente.

Las claves han estado en unas sociedades injustas, que solo condonan las deudas a los que más poseen y que viven de la usura. Los cambios producidos en el mundo en la segunda mitad del siglo XX trajeron el Vaticano II, pero para que esto ocurriera fue preciso que un hombre como Juan XXIII, al que no tenían demasiado aprecio intelectual, ordenara -convocó y ordenó- un encuentro para tomarle el pulso, no a la sociedad, sino a la propia Iglesia y a sus modos de estar en la tierra.

En Juan XXIII tuvimos a un papa que leyó atentamente la realidad y que cambió a la iglesia para siempre. De aquellas constituciones y declaraciones nació un texto que aún tiene mucho que decir y construir. Luego apreció otro hombre, con un carisma completamente distinto, con perfil intelectual pero también con una visión conservadora de la teología como fue Juan Pablo II, al que algunos hacen artífice del derrumbe del comunismo, o por lo menos de su aceleración hacia ningún sitio. Con voz clara y alta denunció el neoliberalismo pero también amonestó severamente la participación de los sacerdotes en política y vigiló de cerca al rebaño.

En esto nos llegó el más preparado académicamente de este siglo. Teólogo, perito del Concilio Vaticano II y hombre dado a la discusión y a la ortodoxia, que allá a dónde iba en conferencia dejaba un incendio que costaba mucho apagar. Benedicto XVI tuvo cargos importantes y problemáticos como en la Congregación para la doctrina de la fe y le tocó lidiar con los teólogos críticos más importantes del momento, mandando a alguno a los arrabales de la Iglesia sin pastoral a la que acudir.

Hasta aquí parecía que todo iba según la forma de hacer de la Iglesia romana: tapando asuntos tan sucios como ningún otro en su seno: la pederastia, o poniendo paños calientes como en el celibato, el papel de la mujer o la cuestión de las familias desestructuradas y vueltas a estructurar o en su escasa comprensión de la homosexualidad, de la que ella no está exenta, como parte de una comunidad plural formada por personas.

Pero ha llegado Francisco y con él otro modelo de Iglesia. Pero esta vez son los teólogos los que corren a explicar lo que el Papa quiere decir y no lo que dice. Porque lo que dice a muchos les suena prosaico, casi vulgar, nada sesudo ni docto, y creen contraproducente que lo pronuncie el Papa. Francisco ha sido muy claro cuando se ha referido a los abusos de todo tipo que se han cometido en el seno de su Iglesia. Hombre de acción, como jesuita lo lleva en el ADN, ha puesto en marcha un plan para limpiar la casa: ha levantado las alfombras y está aspirando, en vez de barrer, para que no quede ningún resto de ignominia.

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