José Manuel Soria lleva bastantes meses esforzándose en convencer a Mariano Rajoy para que no se le designe candidato presidencial del PP en las próximas elecciones autonómicas. Inicialmente Soria contaba en el Gobierno central a un antiguo y gran amigo, Luis de Guindos, pero pronto maniobró con habilidad serpenteante para situarse en las proximidades y ganarse la estimación de Soraya Sáenz de Santamaría, poderosísima vicepresidenta y sin duda la persona con mayor influencia sobre Rajoy en el equipo ministerial. Porque evidentemente a Soria -como en sus tiempos le ocurrió a Juan Fernando López Aguilar- le repugnaba bastante la tesitura de abandonar el Ministerio de Industria, Turismo y Energía para regresar al infierno de glamour pueblerino que significa la política canaria. Resistir hasta el final de la legislatura, participar en la campaña electoral más compleja y arriscada que vieron los siglos y, si los astros son propicios, continuar olímpicamente en el Gobierno, y si todo se va al traste, reposar en el escaño y meditar si no ha llegado la hora de dedicarse a otra cosa. A un par de consejos de administración, por ejemplo. Dentro o fuera de España.

Sin embargo se detectan signos de que Soria está fatalmente abocado a regresar a Canarias. El más evidente es su soberana decisión de apartar a José Miguel Bravo de Laguna de la candidatura a la Presidencia del Cabildo de Gran Canaria. Por razones que se me escapan, Bravo de Laguna, en su día enfrentado al ministro de Industria y sorprendentemente repescado por Soria hace apenas un lustro de entre los zombis mejor enchalecados, ha conseguido convertirse en el político grancanario más valorado en su isla. Las encuestas no pueden prometerle una mayoría absoluta que no consiguió en 2011, pero sí indicaban que, bajo su candidatura, el PP ganaba con cierta holgura las elecciones al Cabildo insular. Y después de cuatro años se le vuelve a enterrar sin contemplaciones -quizás con el premio de consolación de un puesto en la lista parlamentaria y el gesto funerario de reservarle una cripta en el Senado- para ser sustituido por María Australia Navarro, sorianismo puro y duro de irrestricta lealtad al César Legionario. Si José Manuel Soria toma semejante determinación -asumiendo incluso cierto riesgo electoral- es porque le urge una candidata -y eventual presidenta- sobre cuya fidelidad no quepa un resquicio de duda razonable y que metabolice instantáneamente cualquier instrucción relativa a las relaciones de poder político e institucional que se fragüen a partir del próximo junio en Canarias. Soria se acerca. Lentamente. Como palpando los bordes próximo a un barranco demasiado profundo y que exhala un hedor tal vez profético.