El chiquillo que fui corre por dos paisajes. El urbano en los barrios de Schamann y Las Rehoyas en Las Palmas de Gran Canaria. Barrios con sabor a clase obrera, a casas de 55 metros para familias siempre numerosas, con olores de la comida que comprábamos con mamá en Cá Teresita, los bocadillos de jamón y el vaso de Clipper en Cá Paquito, el practicante Andresito que venía a ponerte la inyección con la aguja quemada, los carros con cojinetes, la bicicleta chopper, las ruindades del Huevo, el Chopa, el Mono... El otro paisaje está en la cumbre de la isla, en Juncalillo. El molino de gofio, las veredas cercanas al precipicio, el pinar de Tamadaba en el horizonte, los senderos insondables con mis primos que acababan a la sombra de aquel pino donde aprendimos secretos placeres de la adolescencia, los teniques que tirábamos a la presa para ver saltar a los sapos, el limero que daba sombra a nuestras celebraciones... y la cueva. La cueva de Juncalillo era el lugar de encuentro de la familia. La cueva que nos daba calorcito en enero y nos refrescaba los agostos. En la cueva los tíos discutían de política y nosotros, los chiquillos, no entendíamos lo que hablaban. Meta usted a unos lujanes en una cueva y no faltará ni fiesta, ni lágrimas, ni comida.

La noche de este sábado en el auditorio Alfredo Kraus el cantautor uruguayo Jorge Drexler y su fantástica banda volvieron a llevarme a aquella cueva de la infancia. La cueva de Drexler es comunicación, conexión con la gente, ritmo y poesía. El artista empieza bailando y acaba bailando y en medio del baile ocurre todo lo demás. Mabel da su primer beso a escondidas de la comisión de padres, el anhelo se escapa de la voluntad del poeta y monta un universo paralelo, las parejas dejan las butacas para mostrar intenciones extramusicales (bailando "una lenta"), el cantautor sale a bailar con algunas muchachas del público ante la mirada atónita del esposo que se mantiene sentado guardando la compostura, Drexler queda solo en el escenario vestido de hada madrina con guitarra y va concediendo deseos musicales, un músico canario-canario uruguayo con las cuerdas de su bajo trae hasta la orilla de la playa Las Canteras a la luna de Rasquí y se gana un gigantesco aplauso...

Con Bailar en la cueva (reconocido con el Grammy Latino al mejor álbum de cantautor) Drexler demuestra que no se durmió en los laureles de aquel Óscar logrado con Al otro lado del río (que volvió a cantar en el Kraus a capela como aquella noche de Hollywood en la que Banderas demostró que una hermosa canción puede ser destrozada por una estrella). El cantautor ofrece nuevos sonidos y con el cambio crece. Como buen surfero sabe que la ola siempre es un misterio, te puede subir a lo más alto o darte unos revolcones hasta dejarte tragando arena y sin aire. Sólo los que prefieren arriesgar a dormirse logran vivir nuevas emociones. Drexler está muy bien acompañado por músicos que demuestran que se están divirtiendo, parecen (y son) antiguos compañeros de piso en el salón de su casa durante una noche golfa. Un canario, un catalán, un argentino, un vasco y un uruguayo que se ríen de las fronteras, porque en la cueva de Drexler no están los prisioneros de la caverna de Platón, ni hay sombras que asustan, en la cueva de Drexler la gente baila, entra y sale con sonrisas, las emociones caminan por universos paralelos junto a los acordes de unos músicos con mucho talento que lograron convertir el auditorio Alfredo Kraus en una cueva junto a una playa que, como en aquella isla paradisiaca de Venezuela donde Drexler compuso La luna de Rasquí, la cueva se convirtió en un punto ciego donde el derecho de admisión solo estaba restringido a las penas sin alma pero no viceversa.

www.somosnadie.com