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Perspectiva

¿Inclusión o integración?

Ya lo dijo la canciller alemana, Angela Merkel, en un discurso que, en su momento, pasó inadvertido: "el multiculturalismo ha sido el peor error". Hablaba de política y de educación, sobre todo, de esta última. En los años noventa del siglo XX, la primera potencia europea quedaba estupefacta ante la revelación de algunos datos referidos al uso y dominio de la lengua de Goethe entre los más jóvenes de la república. Resultaba que un porcentaje significativo del alumnado de las poblaciones más habitadas sólo empleaba el alemán en el centro educativo y que, fuera de él, no sólo las incorrecciones gramaticales eran la tónica, sino que, al margen de ello, muchos chicos hablaban la lengua de sus antepasados de manera habitual, pese a que ellos mismos habían nacido en tierra germana y eran la tercera generación de aquellos inmigrantes desembarcados en un país que supondría el definitivo abandono de las penurias de sus lugares de origen. En el Reino Unido, principal adalid del movimiento multicultural, la sorpresa fue mayúscula, e hizo parejas con la indignación, ante la proliferación de conductas que comprometían seriamente la carta de valores que distinguía a una sociedad libre y ausente de prejuicios. En una ocasión, fue la demanda de una joven londinense al postularse como profesora de los más pequeños, pero exigir que se le respetara portar un burka que apenas dejaba ver su rostro; en otra, la desgraciada muerte de una chica por enamorarse de quien no debía, según el cruel código de la fe de sus padres. En Bélgica, incluso, han optado por introducir faltas de ortografía en sus documentos oficiales por la escasa competencia lingüística de muchos de sus nacionales, dado que el peso de la inmigración es bastante alto. En la Francia de Voltaire y la Enciclopedia, existen amplios sectores de la juventud que ignoran el francés aunque vibran ante las victorias deportivas de sus compatriotas. Podría seguir así, enumerando todas las naciones de Europa y sus problemas con la integración de los grupos o etnias, pero no descubriría nada nuevo a la reflexión. En estos instantes, tras los recientes atentados terroristas, tanto el del semanario satírico Charlie Hebdo como el ocurrido en Dinamarca, la mirada se dirige a la salvaguarda de la libertad de expresión, pero, siendo ello justo y oportuno, el pensamiento debe centrarse en el origen del problema.

En este punto, no es irrelevante que los responsables de los criminales actos sean jóvenes y nacidos en la tierra que han bañado de sangre. Fijo mi atención en la educación que han recibido, en los valores inculcados, en la dinámica escolar que tuvieron que vivir al menos durante una década. Presupongo que los educadores y sus compañeros de estudios les proveyeron del respeto por la vida y por la libertad, de la comprensión de unos derechos y unas normas que protegían su condición de persona. Entonces, ¿qué ha ocurrido? ¿Qué ha pasado para que esa educación en valores haya sido tan execrablemente traicionada? Preguntas y más preguntas. "Dinamarca está en guerra", ha dicho ante los periodistas la Ministra del Interior del gobierno escandinavo. En guerra contra los intolerantes y contra el fanatismo. Sin embargo, tal respuesta pone el énfasis en el exterior, en lo que viene de fuera. Y, creo, que ahí radica el error del análisis de la situación.

La perspectiva debe girar hacia el interior, hacia lo que se ha hecho en los aspectos sociales y educativos en estos países y, por extensión, en todo el territorio europeo. La pretensión era integrar a las masas inmigratorias respetando, bajo el manto del multiculturalismo, manifestaciones, creencias y doctrinas que albergaban en su seno el peor de los venenos para una sociedad democrática y educada en la libertad como la nuestra, que también se veía como la suya. Pero, era una historia ficticia en la que la inclusión de los grupos no iba acompañada de la integración de las personas, en la que los beneficios de las políticas sociales no se correspondía con el respaldo de los derechos de los individuos. Esta es la razón de que los inmigrantes ayudaran al progreso y riqueza de los pueblos que les acogían, pero, en un contraste paradójico, no asimilaran la hegemonía de una cultura que no entendían como integrante de su escala de valores.

Sólo así es posible comprender cómo unos chicos nacidos en Europa y educados en el supremo respeto y consideración de la vida y la libertad hayan cometido tales atrocidades. En un tiempo, lamentablemente se confundió la integración cultural con la inclusión social a fuer de retorcer la historia de un continente entregado a la custodia de los derechos individuales. Toca pensar si ese tiempo ha terminado o si se ha de persistir en el mismo tropiezo.

(*) Doctor en Historia y Profesor de Filosofía

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