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Papel vegetal

Una pregunta fácil de responder

Se pregunta el sociólogo alemán Claus Offe en su libro Europe Entrapped (Europa atrapada) por qué los Estados que comparten la moneda única no hacen como los grandes bancos cuando se declaran "sistémicos" para reclamar ayuda pública capaz de evitar su quiebra.

Offe considera el euro una mala construcción, un engendro, por la gran heterogeneidad de las economías de los países participantes, pero cree que no hay posible marcha atrás porque su disolución sería mucho peor que mantenerlo, sobre todo para quien es sin duda y de lejos su principal beneficiaria: Alemania.

Por eso es para él una incógnita por qué no se unen los países de la crisis, los de la periferia europea, para exigir a la intransigente Alemania y quienes son como ella que se apeen de una vez de su actitud paternalista y dejen de darles lecciones sobre las reformas que les convienen porque si fracasa el euro, aquellos tendrán también mucho que perder.

La respuesta más fácil a la perplejidad que manifiesta el sociólogo es que todo obedece a una calculada estrategia para imponerles a las poblaciones de esos países unas reformas -mejor sería llamarlas contrarreformas- del mercado laboral como las que ya se aplicaron en su día en Alemania. Reformas consistentes en abaratar el despido, rebajar los sueldos, precarizar el trabajo y recortar todo tipo de prestaciones para mejor competir con otros continentes a los que no ha llegado, ni llegará nunca, el Estado del bienestar de que se dotaron en su día los europeos y que, consecuencia de esas políticas, está hoy cada vez más amenazado. Eso explica, por ejemplo, que en lugar de solidarizarse o de empatizar al menos con los griegos, los gobiernos de Portugal y España se hayan mostrado tan duros como el de Berlín a la hora de reclamar la devolución de una deuda que todo el mundo sabe que es impagable, pero que sirve sobre todo para disciplinar a los pueblos.

Otmar Issing, execonomista jefe del Banco Central Europeo y uno de los inspiradores de las políticas económicas del Gobierno de Berlín, rechaza que los bancos de un país tengan que responsabilizarse de las "prácticas irresponsables" de los de otros países.

No se pregunta si también algunos bancos germanos o franceses actuaron irresponsablemente al prestarles dinero a los griegos aunque tal vez lo hicieron en el convencimiento de que, ocurriera lo que ocurriese, ellos terminarían recuperándolo.

Pero con independencia de las consecuencias de la mala política de un determinado gobierno, la realidad es que esa no afecta a todo el país por igual, sino que lo hace de modo muy desigual a clases, regiones, generaciones y categorías sociales. De otro modo no se explicaría el que haya aumentado -y de qué manera- la desigualdad en los países de la crisis como la propia España y que los bancos hayan vuelto a ganar tanto dinero, si no más que antes.

El drama es que los Estados se vean obligados a dedicar al pago de una deuda que no deja de crecer unos recursos cada vez más escasos por culpa tanto de la menor recaudación, debida a la propia crisis, como de la evasión fiscal, facilitada por la existencia de paraísos fiscales en el mismo territorio de la Unión Europea.

Los créditos que, a falta de suficientes ingresos fiscales, esos países pueden obtener de fuera para financiar sus presupuestos conllevan además condiciones que empobrecen aún más a sus poblaciones en vez de impulsar el crecimiento y la demanda. Es lo que se llama un círculo vicioso.

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