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Las siete esquinas

El templo que ya no existe

Veo una foto de la plaza central de Katmandú después del terremoto. Me parece reconocer el lugar donde se levantaba un templo hindú -toda la plaza estaba llena de templos- en el que un chico vendía papelinas de LSD. Cuando se hacía de noche, el chico se colocaba debajo de la escalinata y esperaba que llegasen los clientes. Tenía unos diez años, no más, y hablaba un inglés esquemático que imitaba el acento americano de las películas (aunque no creo que hubiese visto muchas películas en su vida). Por lo que recuerdo no había muchos compradores, pero hablo de algo que sucedió hace mucho tiempo y quizá ahora las cosas fuesen distintas. En aquel templo, como en muchos otros templos de Nepal, había unas maravillosas tallas en madera en las que se veía una exhibición prodigiosa de falos y vaginas. Nada se ocultaba, nada se consideraba pecaminoso, sino todo lo contrario, todo se exhibía con un impudor pantagruélico: animales, seres humanos, dioses, hombres, reyes, reinas, plebeyos, todos enlazados en docenas de posturas diferentes, todos entregados al placer, todos exhibiéndose sin ninguna clase de vergüenza ni recato. El antiguo palacio real se levantaba muy cerca de allí, y uno sentía, al ver aquellas tallas y al pensar que los reyes tenían que verlas todos los días al entrar y salir del palacio, que Nepal era un país por el que nadie podía dejar de sentir simpatía. A pesar de la pobreza y a pesar del atraso, valía la pena saber que existía un país así en el mundo: pequeño, hermoso, lejano y con los templos repletos de estatuillas eróticas.

Supongo que eso fue lo que llevó a tantos y tantos hippies a establecerse allí en los años 60 del siglo pasado. Ahora la gente suele viajar a Nepal para hacer montañismo, pero antes uno iba allí a no hacer nada, que es una de las cosas más agradables que se pueden hacer en este mundo. Y valía la pena. En verano no hacía demasiado calor, o incluso hacía fresco -sobre todo si uno llegaba desde la India-, y además todo resultaba tranquilo y pausado en comparación con el ritmo frenético y los ruidos incesantes de la India. Pero en Nepal todo era distinto. Las ciudades eran pequeñas, se podía ir en bicicleta por el valle de Katmandú, entre arrozales y escolares que volvían caminando del colegio, y se veían las fachadas de las casas llenas de pimientos rojos secándose al sol -una imagen que ya salía en las viñetas de Tintín-. Y por todas partes había mujeres que llevaban una tinaja de bronce en la cabeza y que se habían perforado la nariz con un montón de anillos que tintineaban como un repique de campanas cada vez que se reían. Aquellas mujeres trabajaban como bestias y no tenían muchas esperanzas de mejorar de vida -los cambios eran muy lentos en Nepal-, pero a pesar de todo parecían felices. No sé si lo eran de verdad, pero lo parecían, o al menos habían conseguido vivir como si eso fuera posible.

Repaso algunas notas que tomé hace más de treinta años en un viejo cuaderno en espiral y de pronto todo lo que había olvidado vuelve a hacerse presente. El delicioso "lassi" de frutas y cereales en una guest-house de Patan. La tiendecita de Thamel donde vendían casetes de Van Morrison. La mujer leprosa que pedía limosna en el templo de Shiva, que aquel día estaba asombrosamente vacío. El decrépito hotel Manaslu, que no había cambiado desde los años treinta, con las enormes habitaciones encaladas en las que hacía un frío terrible. O el Bentley negro del rey Birendra, que se apareció en Bakhtapur con el primer ministro alemán Helmut Kohl, de visita oficial en Nepal (años después, el hijo del rey Birendra, el príncipe heredero, lo mató en palacio, a tiros, y parece que borracho, junto a la reina y a otros dos hermanos y a otros muchos miembros de la familia real, como en una matanza cualquiera de las que aparecen en Juego de Tronos). Y también está ahí la referencia al chico que vendía LSD, de noche, en las escalinatas de ese templo que ahora se ha derrumbado con el terremoto, ese templo en el que había docenas de estatuillas eróticas que proclamaban una testaruda fe en la vida, y en el que ahora no hay nada más que ruinas y cuerpos sepultados y polvo y cascotes.

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