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Crónicas galantes

Los chinos dejan el vicio

Cada día más capitalista y por tanto respetuosa con los derechos de los ciudadanos, la República Popular China acaba de prohibir que se fume en cualquier local público de Pekín, su capital. Zapatero, tan criticado en su día por el público en general y por este cronista en particular, bien puede preciarse de inspirar a los herederos de Mao; aunque él a su vez le copiase su iniciativa antitabaco a Estados Unidos. Al final, todos tomamos ejemplo de los yanquis, que para eso los detestamos.

La medida tiene su trascendencia, como cualquier otra que afecte al país más poblado del mundo. Tres décadas de industrialización acelerada han convertido a China en la fábrica del planeta, con los efectos secundarios que eso ejerce sobre la salud del medio ambiente.

Un reciente documental de la periodista Chai Jing muestra a Pekín bajo una nube de humo tan espesa como la niebla londinense. La imagen de algunos pequineses con la cara cubierta por máscaras de aspecto sanitario para filtrar la porquería del aire ha abierto en la propia China un debate sobre este asunto, con las limitaciones propias de la censura.

Se ignora si esta novedosa preocupación por lo ecológico, que hasta ahora era una de esas bobadas propias de la decadencia de Occidente, guarda alguna relación con el veto a los fumadores. De ser así, no es seguro que la decisión de las autoridades de Pekín vaya en el sentido adecuado. China es, después de todo, el principal fabricante de cigarrillos del mundo y a la vez el mayor consumidor, con más de trescientos millones de habitantes colgados del pitillo.

Nada cuesta imaginar que esa masa de proletarios arrojados de los bares por las nuevas disposiciones acabe haciéndole un roto de proporciones cósmicas a la capa de ozono cuando todos ellos se pongan a fumar el aire libre. A la nube provocada por sus industrias -de reglamentación escasa o inexistente- habrá que sumar ahora la de los millones de fumadores que el Gobierno chino ha echado a la calle.

Todo esto se venía venir. Años atrás, cuando el país de Mao no se había convertido aún al capitalismo, solía decirse que si los mil millones de chinos se pusieran de acuerdo en dar todos a la vez una patada al suelo, las probabilidades de un terremoto aumentarían notabilísimamente. Ahora que son casi 1.400 millones y su Producto Interior Bruto crece a no menos brutales ritmos del 8 o el 10 por ciento cada año, las preocupaciones son ya de otro orden.

Inquieta saber, por ejemplo, cuánto durarán las reservas de petróleo en el momento en que la mitad de la población china disponga de coche, gracias a su creciente prosperidad. Por no hablar ya, claro está, de los efectos que tendrá sobre el equilibrio ecológico del planeta la incorporación de las nuevas cla-ses medias chinas al turismo de masas.

Cuando solo un tercio de ellos empiece a viajar al extranjero, como Dios y la ley del mercado mandan, mucho es de temer que no haya hoteles suficientes en el mundo para alojarlos. Y hasta es posible que las grandes ciudades turísticas -Venecia, Santiago, Londres- deban aplicar una especie de numerus clausus en prevención de ser aplastadas por las masas de chinos.

Es de esperar que, para entonces, la mayoría haya dejado de fumar siguiendo las disposiciones de su gobierno. Bastantes nubes -y no de humo- tenemos ya por aquí.

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