La operación bikini se da cada año por estas fechas. El bikini es una prenda unida al armamento desde sus orígenes: el nombre viene de un atolón asado a pruebas nucleares durante la guerra fría. El bikini es una bandera de la paz con la que es más fácil hacer el amor que la guerra y en eso también se parece a las misiones militares a las guerras actuales, llamadas de paz.
La operación bikini es un despliegue de un montón de marcas y productos que engordan sus beneficios ofreciendo adelgazar a sus consumidores. Ahora se anuncian frutos rarísimos, de formas repugnantes, a los que se atribuyen propiedades que, sin duda, no tienen. Si no sirven para nada, ¿por qué no buscan frutos atractivos? Porque todos tenemos la idea de que, para conseguir algo apetecido, hay que tragar cosas desagradables. Hay personas que lo hacen literalmente: quieren comerse el mundo por la mañana pero cuando vuelven a casa por la noche se han tragado algo que no querían y que les ha dejado mal sabor de boca. Los sufrimientos, rigores y privaciones de la operación bikini están bien vistos, quizá porque no los marca el FMI, ni Bruselas, ni el Banco Central Europeo, la troika que ahora se llama extroika y sigue exigiendo adelgazamiento por hambre.
La operación consiste en entrar en el bikini, algo a lo que aspiran muchas mujeres y muchos hombres, sea para entrar en él vacío o para entrar en uno que lleva un cuerpo puesto.
Como con tantas cosas, el problema y la solución están en la cabeza más que en la endiablada geometría del triple triángulo en su guerra contra las esferas. En muchos casos no hace falta pasar por la operación bikini para llegar al fin último de que entren dos en un bikini pero se confía en esas maniobras dietéticas que traen mucho dolor anual a mujeres empeñadas en someterse al rigor de una prenda sincera, sin doblez ni engaño porque se rige por el contemporáneo espíritu de transparencia.
