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A bocados

Callejero

Una de las primeras iniciativas que toma cualquier gobierno dispuesto a romper los moldes heredados consiste en cambiarles el nombre a las calles. En ocasiones eso termina siendo el único cambio logrado, pero eso es harina de otro costal y de textura diferente a la que querría cerner hoy. El cambio de las calles suele tener un objetivo político, aunque en el empeño el encargado del nuevo bautizo patine a veces por su desconocimiento de la política y de la historia quitándole la calle o la plaza a algún militar cuyo recuerdo tenía que ver con sus logros urbanísticos y no castrenses. Pero a menudo llueve sobre mojado y las calles cambian el nombre militarizándose o civilizándose con arreglo al viento ideológico que domina y, así, durante el franquismo el callejero de casi todas las ciudades se llenó de avenidas del Generalísimo a las que nadie llamaba de tal suerte porque la ciudadanía es terca y suele conservar los nombres de antes incluso si el cambio queda libre de sospechas políticas. La calle madrileña en la que vivían mis abuelos paternos hacía esquina con la de Ortega y Gasset, antes Lista. Fue el dictador Franco quien le quitó el nombre antiguo, que suponía el homenaje a un cura humilde, para dárselo al filósofo a menudo crítico del régimen. Pero ni siquiera ese cambio insólito prosperó porque, al menos en mi adolescencia, la gente seguía hablando de la calle de Lista. Ahora el terremoto político que ha entregado no pocos ayuntamientos a las coaliciones de izquierdas sigue con el empeño de cambiarles los nombres a las calles como bandera mejor. O a los estadios. El último ejemplo es el de Santander, donde la avenida de Carrero Blanco -el presidente y heredero nominado de Franco al que asesinó la ETA- se llamará en delante de Severiano Ballesteros. Ni siquiera ha hecho falta la sacudida política en este caso, porque quien manda en el Ayuntamiento de Santander es el PP. Se diría que salimos ganando al sustituir un prócer de clara identificación con el franquismo por un deportista, pero va a dar igual. Los cántabros seguirán llamando San Martín de Bajamar a la avenida de Carrero Blanco, de Ballesteros o de quien sea. La inercia del callejero es considerable y se extiende también al nomenclátor, incluso acentuando los nombres clásicos porque de momento no ha llegado a la geografía la costumbre del rebautizo. Siendo así, ¿a quién le importa? Bueno, imagino que a nadie pero me acuerdo de que cuando el alcalde Ramón Aguiló le dio a mi padre una calle en Palma, aquella en la que había vivido y donde se fundaron los Papeles de Son Armadans, pensé para mí que era una lástima el cambiarle el nombre a una de las calles que tenían uno de los más hermosos: la calle del Bosque. A lo mejor es para evitar tales sobresaltos el que la inmensa mayoría de las calles y avenidas de Manhattan respondan a un número.

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